El arte de la esquina
Boletín Nº 112 Año X
Noviembre de 2016
Sembrador - Vincent van Gogh
SUMARIO
Apuntes para una Estética del Posimpresionismo III Parte
Eco
Homenaje a Cervantes
El oscuro sueño de Margaret
Apuntes para una Estética del Posimpresionismo III Parte
Texto: Lic. Alicia Grela Vázquez
Imagen: Prof. Elsa Sposaro
Las principales
preocupaciones del artista holandés Vincent van Gogh fueron espirituales y
religiosas. Ellas le llevaron a hacer estudios de Teología, pues creía que así
podría emular a su padre y llegar a ser como él, un pastor evangelista.
Esta opción para él se
vio frustrada, pero no por eso abandonó su preocupación por lo social. Así se
acercó en lo personal y artístico a los trabajadores de las actividades
extractivas de la tierra, a los campesinos y mineros.
Mujeres de mineros llevando sacos de carbón
Sus obras (tanto los grabados
como las pinturas) son solidaria y consecuentemente oscuras y descarnadas al
manifestar el sufrimiento y la pobreza
de las personas de las clases más sometidas. Lo sombrío de los colores
en sus cuadros evidenció su empatía por los padecimientos de los hombres
hundidos en la miseria.
Los comedores de patatas
Más tarde vivió en
París con su hermano Théo, merchant de arte. Pero también le escribió
incansablemente. Sus escritos fueron reunidos en un libro conmovedor titulado Cartas a Théo. Allí describió métodos, elaboró dibujos y
trazó bosquejos, pero también reflexionó sobre literatura y otros temas.
Cartas a Théo
Por esa mediación
familiar conoció a muchos de los pintores impresionistas. De ellos tomó en
adopción colores y tonos. Fue por su benévola influencia que se lanzó a
experimentar con las técnicas de su época.
Mujer en el café de Tambourin
Obra realizada bajo la
influencia y asistencia de Henri de Toulouse-Lautrec. Por la misma
razón se familiarizó con los movimientos artísticos más novedosos, fueran ellos
los magos de la luz (como Manet y Monet) o grabadores japoneses (como Hiroshige
y Hokusai).Un ejemplo es su Puente bajo
la lluvia tomado de Puente Ohashi y
Atake bajo la lluvia repentina.
Hiroshige
van Gogh
Vincent también tomó y
usó los colores brillantes y los matices pictóricos de Camille Pissarro y la
pincelada impresionista con puntos yuxtapuestos de colores complementarios de
Georges Seurat, pero con algunas distorsiones expresivas.
C. Pissarro en su estudio
Eco
Texto: Lic. Alicia Grela Vázquez
Imagen: Prof. Elsa Sposaro
El mito de Eco es uno
de los que mejor prueban la afirmación de Ramón Menéndez Pidal: el folclore
vive en variantes. Se lo cuenta de muy diversas formas. Criada por ninfas y
educada por las nueve Musas hijas de Mnemosine y Zeus, aprendió de ellas el
arte de la elocuencia.
Eco
Con sus palabras
encantaba a todos cuantos le oían. Hera y su esposo, ambos se embelesaban con
sus relatos. Según algunos el gran Júpiter, padre de dioses y hombres se aprovechó
de ellos para seducir a alguna pareja ocasional.
Júpiter y Juno – A. Carracci
En otras versiones Zeus
intentó conquistar a la elocuentísima infortunada. Como quiera que haya sido,
la divina celosa por tanta infidelidad conyugal se vengó haciendo que la
cómplice del engaño (o su presunta rival) se viese privada de su mayor
atractivo: la verba.
Desde entonces sólo
pudo repetir el final de lo que otros decían. Esto sirvió para designar posteriormente
una patología: la ecolalia. Quizás por esa razón para otros, privada de su
mayor atributo, apenada (avergonzada y entristecida) se ocultó en una cueva. En
ella se fue secando hasta convertirse en una roca más de su guarida.
Eco y Pan
También se la relacionó con el dios Pan, quien al ser rechazado por ella
ordenó su muerte. Fue descuartizada y sus restos esparcidos por toda la tierra.
Así la diosa madre Gea la acogió. Pero en otros relatos ella, para evitar al
libidinoso perpetrador se arrojó a la corriente del Laón.
Eco y Narciso – J. W. Waterhouse
Finalmente, las
narraciones que más difusión alcanzaron
la vincularon con el hermoso Narciso. Según muchas de ellas Eco fue rechazada
por el bello ensoberbecido, pagado de sí mismo. Pero, como también él había
despreciado a muchos otros fue castigado.
Eco y
Narciso – Nicolás Poussin
En otras historias ellos
se atraían y buscaban, pero por el equívoco que provocó la repetición
automática de las terminaciones, al decir ella: “aquí”, y oírla él sobre las
aguas, intentó alcanzarla y cayó en ellas.
Tiresias – Fragmento H. Füssli
Tiresias, el vidente
ciego, le había augurado al nacer una larga vida, si no se contemplaba a sí
mismo. Al incumplir el precepto, fue que encontró prematuramente la muerte. Donde
la halló, según cuentan los relatos, surgió una flor solitaria, efímera y
primaveral que corresponde a su
transfiguración y es por eso que lleva su nombre. Esto dicen a pesar de que
según otros él continúa aún en el reino de las sombras, deleitándose con su
imagen.
Homenaje a Cervantes
Texto: Prof. Graciela Sovrán Haro
Imagen: Prof. Elsa Sposaro
Don Quijote vencido
El vencido se acomoda
Al vencedor de la luna.
La promesa y la fortuna
No toman igual carroza.
Y así el de la blanca
luna
Vence con igual desparpajo
Al caballero letrado,
El de la triste figura.
Humillado se encuentra Don Quijote
Pues por un año no ha de tomar armas.
“Más vale la rueca que la espada”,
Trabajo demujer no reconforte.
Pero luego de un año todo vuelve,
Vuelven reinos, condados y
fortunas.
Luego de la penitencia vendrá
alguna
Exitosa aventura que consuele.
“No hay mal que cien años dure”,
Sancho amigo, a veces la suerte
corresponde.
La Ínsula de Barataria te dio
porte
Y te la otorgué yo, por donde
anduve.
El oscuro sueño de Margaret
Texto: Federico Bagnato
Ilustración: Carolina Bagnato
Soilh pensó que era una locura.
¿En qué cabeza podría caber una idea tan absurda? Apenas llevaban unos pocos
meses conociéndose y los delirios de Margaret se habían vuelto más frecuentes
con el correr del tiempo. ¿Un experimento que implicara su propio sacrificio?
(Se preguntó retorciendo cada porción de su demacrado rostro) ¡Cómo no quedar
pegado! Qué poco ético de mi parte sería… pero quizá le valga la pena. Quizá
algún día la recuerden como alguien que luchó contra la banalidad y vulgaridad
con que se concibe al animal humano…
o al animal… o al humano.
Se oyó un portazo; Soilh giró
hacia la puerta y el resto ni lo advirtió. Margaret había ingresado con la
expresión de una roca desgastada por el abusivo curso de un río. El teléfono
volvió a sonar en cuatro agudos tonos. Anteriormente había sido la
coordinadora, furiosa. Su nombre es Margaret y decide que su tono de voz debe
trastornar a quien la oiga. No debería olvidar que trabaja bajo el suelo junto
a un montón de desquiciados mentales a los que su puesto de trabajo -inferior
en rango- no les importaría en absoluto si tuvieran que enfrentarla y, de ser
necesario, golpearla hasta desfigurarla. De cualquier forma, todos ellos ya
habían pasado por experiencias similares y el mínimo detalle les significaría
motivo suficiente para perder la escueta discreción.
Margaret no sabía con lo que
lidiaba. Ella, de buen porte, audaz e inteligente, y vestida bajo costosos
trapos que mantienen una limpieza absoluta, ignoraba el programa laboral para
el cual trabajaba en el rol de encargada. Las tareas de sus súbditos, los
reclusos (esa es la denominación que figuraba en su legajos), no tenían ningún
fin más que mantenerlos ocupados trasladando cajas de un sector a otro, dato
que Margaret desconocía. En cuanto a ella, la estaban probando; formaba parte
de un plan de extenuación psicológica que permitiera conocer sus límites de
tolerancia y así sacar conclusiones en relación a la cantidad de suicidios
laborales, que había aumentado en un 200% desde el año pasado.
Una tarde de tormenta en que la
fábrica se vio violentada por los fuertes vientos que golpeaban los portones y
el granizo calando el techo de chapa, los reclusos descubrieron que sus tareas
no tenían ninguna finalidad. Viéndose imposibilitada la salida de la fábrica
por las fuertes lluvias, los reclusos permanecieron junto a Margaret por más de
tres horas en la sala de depósitos más pequeña. Allí, a Ronnj, un rapado
neonazi al que los tatuajes le cubrían más del 60% de la piel, se le ocurrió,
durante un ataque de furia causado por el malestar que los días grises le
provocan, patear una de las cajas. Al hacerlo, uno de los laterales se rompió
dejando entrever una placa de un gris opaco. Se trataba de un frío cerámico
rajado en 3 partes. Rápidamente abrió esa caja y luego las otras, descubriendo
que estaban llenas de escombros. La furia de Ronnj lo transformó en un estricto
muestrario de arterias al punto de estallar. Los otros reclusos, masticando la embrionaria
noticia, comenzaron a pararse y hurgar entre los escombros. Los más furiosos
comenzaron a arrojar rocas contra la pared y Margaret, que estaba sentada y de
piernas cruzadas sosteniendo sobre la falda un planillero de control de horarios,
empezó a ser hostigada por los más violentos, que se le acercaban al punto en
que ella podía sentirles el vapor que expedían junto a los acusadores gritos.
Uno de ellos incluso llegó a tomarla de los pelos y levantarla unos 20 cm del
piso para dejarla caer con violencia en el mismo lugar. En ese mismo instante
una robótica voz ordenó que la soltara y se alejaran de ella. Parecía provenir
de la cámara de seguridad. Los reclusos voltearon hacia el artefacto que estaba
sobre una diagonal superior, y Margaret, que había comenzado a sollozar, corrió
hacia la puerta para escapar, pero el metálico picaporte giraba en falso,
sosteniendo la puerta trabada:
—¡Abran la puerta!... ¡seguridad! —gritó dirigiéndose a la cámara.
Una especie de ronroneo
regocijante se oyó desde la cámara. El locutor se tomó un buen tiempo antes de
contestarle:
—Lo siento Srta. Margaret, me temo que usted y los
reclusos permanecerán allí adentro por un buen tiempo.
Los gritos de Margaret se
acentuaron con un llanto que, al cabo de unos pocos minutos, la habían puesto
al borde de la deshidratación. Dio unos cuantos golpes a la puerta e insultó a
varios de los reclusos que continuaban de pie mirando en todas direcciones,
como quien se pierde entre la multitud.
—¡Déjenme salir! —volvió a gritar
dirigiéndose al neonazi.
—Estoy tan atrapado como usted… -respondió éste sosegadamente.
—¡Mentira! ¿Cómo pueden estar tan tranquilos si no
tienen nada que ver con todo esto? —dijo mientras su
mirada continuaba desahuciándose.
—¡Silencio! —Dijo la voz robótica— El problema aquí es el siguiente: todos ustedes son parte de un costoso
experimento y como tal, estarán bajo nuestras estrictas e inflexibles
indicaciones. Les pido que…
—¡Auxilio!... ¡Auxilio! —gritó Margaret, interrumpiendo.
En ese momento, y desde el hueco
en el cielo raso que en un momento hubo de alojar un extractor de aire, cayeron
dos enormes ratas hacia el piso que rápidamente comenzaron a desplazarse por la
habitación. Margaret se subió a una de las sillas y los reclusos permanecieron
de pie, exhibiendo cierto retraso en función de la gravedad de las
circunstancias. El neonazi, que parecía el más lúcido de todos ellos, intentó
patear sin éxito a las ratas cuando se le aproximaban.
—Como decía —prosiguió la
robótica voz— cada impertinencia será sancionada con severas fluctuaciones de temperatura
y la visita de hambrientas ratas. Si no desean su apacible presencia, deberán
remitirse a no sobresaltarse y circunscribirse a asumir la gravedad de la situación.
La habitación en la que están está compuesta de sólidas paredes de concreto y
la puerta por la que ingresaron ha sido sellada; y gracias al metal que la
compone está conectada a alto voltaje, por lo que les recomiendo que no
intenten acercarse a no ser que quieran morir por quemaduras.
Uno de los reclusos, haciendo
caso omiso a las indicaciones de la robótica voz, desmereciendo y
desacreditando aquella sugerencia, resolvió tomar el esférico picaporte, pero
algunos milímetros antes que se produjera el contacto, una potente descarga lo
arrojó algunos metros hacia atrás, matándolo al instante:
—No sean estúpidos, acá no hay juegos. Finalmente
quizá sea una opción, pero no ahora. Digamos que… estamos dispuestos a ver qué
son capaces de hacer con tal de sobrevivir. Varios de ustedes han coincidido en
que el instinto es solo parte de la naturaleza animal, ¿no es así Sr. Bergsonh?
¡Pues veremos qué tan animales se vuelven con el tiempo!
Y un abrupto y corto sonido dio
fin a la transmisión. Los reclusos se miraron entre sí y Margaret, cuyo cuerpo
temblaba como un suelo en pleno terremoto, estaba parada con el torso levemente
inclinado hacia delante. Le hubiera gustado poder tomar la vara metálica de lo
más alto de la repisa y partirle la cara al neonazi, pero eran varios los
reclusos y desconocía el grado de familiaridad que tenían entre sí. Entonces,
tanteando con la mirada, pudo contar unos ocho incluyendo al imbécil que se
había electrocutado.
La rejilla de la ventilación por
donde entraron las ratas continuaba descubierta y comenzó a conducir una helada
masa de aire que bajaba la temperatura del depósito. Los reclusos comenzaron a
golpear la puerta de entrada con sus cuerpos y Margaret los observaba mientras
se acercaba a una de las sillas y resbalaba su cuello por el respaldo para
desplomarse finalmente en un aspecto moribundo. El frío ya alteraba su temperatura
corporal y el neonazi tomó una de las mantas de la repisa para envolverse; el
resto de los reclusos lo siguieron y Margaret tomó su abrigo que colgaba de una
percha como un disfraz de piel reseca. El termómetro marcaba el descenso de la
temperatura (10° C) y Margaret movía sus piernas y miraba con desprecio al
neonazi. Éste, paseándose en forma circular por las cuatro paredes de la
habitación y arrastrando la manta que lo cobijaba, mantenía su cabeza hacia el
suelo y balbuceaba inaudiblemente (ahora marcaba 6° C).
—Sufrirán los límites —dijo la robótica voz
que parecía haber sido efectivamente manipulada por una máquina
distorsionadora.
El termómetro marcaba 2° C. Dos
de los reclusos comenzaron a saltar en el lugar para generar calor. “Tan
imbéciles no son” pensaba Margaret que arropaba con más fuerza el abrigo que la
tapaba. El neonazi acentuó el ritmo de su andar y de pronto se detuvo frente al
termómetro:
—0 grados… dos grados bajo cero… cuatro… seis —decía con cierta dificultad.
El aire se volvía denso y el
frío más crudo. Cuando el termómetro marcó los 8° C bajo cero, uno de los
reclusos abrió las cajas de los estantes buscando una manta. El neonazi volvió
hacia él:
—Es la única… no hay más.
Y el recluso, consumido por una
incipiente ira, se abalanzó sobre el neonazi intentando quitarle la frazada,
pero éste sacó un revólver de grueso caño y le apuntó directo a la entre ceja.
—Un paso más y te vas con él —dijo señalando el rostizado cadáver que había sido expulsado
anteriormente por la descarga de tensión.
El recluso retrocedió y volvió
sobre Margaret para tomarla de los pelos y quitarle el abrigo, pero ésta, cuyas
manos estaban bajo el calor de la prenda y sobre sus muslos, ya había
encontrado la forma de protegerse con un fierro de metal que incautó al ir por
su abrigo y que sostenía con firmeza mientras observaba atentamente a su
alrededor. Entonces, desplegando una destreza admirable y con la punta más
oxidada del fierro, le atravesó la mano al recluso.
—¡Hija de puta! —gritó el gigantesco
torpe de cara cuadrada mientras volvía a acercarse hacia ella agresivamente. Pero
el neonazi lo detuvo de un disparo en una pierna, haciendo que cayera al suelo.
Margaret gritaba
desconsoladamente y el resto de los reclusos permanecieron agrupados, como un
racimo de uvas.
—Las cosas comienzan a ponerse interesantes —dijo la voz robótica— Se creen demasiado buenos en el manejo de grupos y
la administración de tareas, ¿no es cierto?, ¿no es cierto, Margaret? Y ustedes,
convictos buenos para nada… ¿pueden controlar sus impulsos? ¿! Eh!?
El termómetro marcaba 15 grados
bajo cero y, al llegar a los 16° C, la temperatura comenzó a subir gradualmente
hasta los 50° C para volver a bajar y luego volver a subir otra vez. Otras cuatro
ratas cayeron por el hueco de ventilación. El calor las alteraba, haciéndolas
correr más rápidamente, lo que perturbaba a Margaret, distrayéndola de la
situación.
La temperatura continuó
fluctuando incesantemente durante dos días más. Los reclusos lamían las
condensadas paredes para hidratarse y Margaret se había bebido el costoso
perfume que cada mañana aromatizaba su cuello. Al tercer día y como
consecuencia de un ataque de locura de uno de los reclusos, éste fue arrojado por
el resto contra la puerta, haciendo que muriera electrocutado. El neonazi debió
darle un disparo previo en el pecho para disminuirlo. Nadie sabía cuántas balas
quedaban en el revólver, y averiguarlo le costaría la vida al curioso.
Margaret, en su desprolijo
aspecto, continuó gritando que por favor los liberaran. La robótica voz no
volvió a oírse desde el primer día, pero la cantidad de ratas que ingresaron había
superado las dos docenas para el quinto día. El agua que habían encontrado en
alguna botella descartada y la que algunos reclusos bebieron de la rejilla de
desagüe se había acabado. El hambre se había transformado en una bestia que
dominaba la voluntad y reacción de aquellos que quedaban en el depósito. El
extenuante calor acentuaba la descomposición de los cuerpos que yacían en el
mismo lugar. Cuando el hambre se volvió insoportable, el neonazi se acercó
hacia el cadáver y se arrodilló cavilosamente frente a él. Su mirada había
trascendido todo estereotipo y sus mejillas denotaban la incipiente
desnutrición. Con una angustia absoluta y en la contradicción del hambre que
padecía y de la imposibilidad de poder comer nada más que el cuerpo de un
recluso muerto, sobrevino el llanto. Sus manos desnudaron el torso del cadáver,
palpando la carne en busca de las porciones más blandas. El neonazi se detuvo en
el abdomen y clavó sus mugrientas y largas uñas hasta que la sangre comenzó a
brotar. Su mano hurgó hondamente hasta dar con las vísceras y arrancar parte de
ellas. Entonces comenzó a comer los intestinos, pero la crudeza de la carne los
hacía inmasticables; y el retraso en la deglución le provocó una serie de
arcadas que concretaron un nauseabundo vómito. Al verlo, los otros reclusos se
incorporaron a la antropofágica tarea y, como hambrientas bestias de caza,
destrozaron el cuerpo del recluso electrocutado despedazando todos sus miembros.
El conmocionado rostro de Margaret apenas se expresaba bajo el pálido aspecto
de una elocuente desnutrición. Sus fuerzas se habían agotado y se hallaba
tirada en el piso contra la pared, como una vela derretida. Su fláccido brazo
izquierdo se elevó en una incompresible seña que apuntaba directamente al
neonazi que, luego de la repugnancia que la ingesta le había provocado, tomó su
revólver y, quebrando en un denso llanto en el que la baba -mixturada con la
sangre de las vísceras- se le escurría por las comisuras de los labios, se voló
el lóbulo posterior del cráneo. Nadie pareció alarmarse por el suicidio. Sin
embargo, uno de los reclusos, el más próximo al reciente cadáver, tomó el
revólver y desplegó el tambor:
—Una… dos… —contó en voz alta.
Todos se miraron frente a la
inminente muerte. El recluso apuntó hacia Margaret que parecía un tapete
desgastado, y luego apuntó a cada uno de los otros exigiendo comida.
—No será necesario —dijo la robótica voz
que volvía a presentarse.
Entonces, el recluso, elevando dificultosamente
su brazo, descargó una bala en la lente de la cámara haciéndola volar en
pedazos y rápidamente volvió a apuntar y amenazar a todos los presentes, pero
Margaret, que ahora se arrastraba por el piso y pasaba justo por debajo del
termómetro que marcaba 22° C, le rogó que disparara al picaporte de la puerta.
Entonces el recluso apuntó y, antes de tirar del gatillo, se oyó:
—No sería la más astuta de las opciones —Un nuevo micrófono parecía haberse activado en reemplazo del incorporado
a la cámara— Desperdiciarías la última bala. Mirá a tu alrededor. ¿Acaso no querés
salvarte? En este momento, la situación está a tu disposición, y vos podés ser
quien salga con vida de este depósito.
Pero el recluso no vaciló un
instante en colocar el caño del arma dentro de su boca y gatillar.
El termómetro, que ya marcaba
los 41° C, había sido tapado por la sangre y los restos de carne del recluso que
bajaban chorreando por la pared y en dirección hacia Margaret, que había perdido las fuerzas para continuar
arrastrándose pero que escabrosamente miraba cómo los empastados pedazos caían;
y, frente a la imperante necesidad de comer que la acometía, tomó aquellos
trozos de carne tibia y los masticó como bolas de acelga, desgarrando cada
sección y tragándolas como a un vaso de agua.
Los reclusos que quedaban ya
habían sido abatidos por el hambre, la sed y las fluctuaciones de temperatura.
Sus reacciones se habían reducido casi al mínimo y no bastaría más que unos
cuantos minutos para que sus corazones dejaran de bombear sangre. Pero la
agonía se hizo esperar y al cabo de dos horas todos habían perdido la vida.
—Felicitaciones, han superado el castigo de haberse
creído seres humanos durante toda su vida, y actuar en consecuencia, estorbando
a quienes nos consideramos animales, y también sufrimos las consecuencias.
Ahora apenas son un montón de animales en descomposición… animales al fin,
muertos; y nosotros continuamos con vida en una cadena de conveniencias y
supervivencias en donde, en la medida de lo posible, reducimos y manipulamos al
otro en busca de sobrevivir, de seguir nuestro instinto ¿no?... ¿¡no es así
Margaret!? Y nada queda ya para la muerte. Ni tú, ni tu cuerpo, ni un
remordimiento que condene nuestros actos como inhumanos o no morales… —dijo la voz robótica a medida que mermaba el tono, como una grabadora
con poca batería.
—¿Y?... —preguntó Margaret al
cabo de unos segundos.
—No sé… —dijo Soilh mientras
ponía a prueba el grosor de las paredes con fuertes golpes— ¿por qué le pusiste tu nombre? Digo, ¿vos…?.
—Fue por un sueño. Creo que puede funcionar. —dijo Margaret al tiempo que se subía a un pequeño banco de madera para
conectar el micrófono a la cámara de seguridad— Fijáte cómo se
escucha… bla bla bla blaaaa… bla ¡bla! —gritó testeando el
sonido.
—Está todo ok, se escucha bien. —dijo Soilh—
Bueno…
—Llamá, decí que está todo listo. Ya los pueden
traer. —interrumpió Margaret fregando sus manos frente a su abdomen.
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