miércoles, 2 de noviembre de 2016

El arte de la esquina                                


Boletín Nº 112 Año X
Noviembre de 2016






























Sembrador -  Vincent van Gogh





SUMARIO


Apuntes para una Estética del Posimpresionismo III Parte
Eco
Homenaje a Cervantes
El oscuro sueño de Margaret




Apuntes para una Estética del Posimpresionismo III Parte

Texto: Lic. Alicia Grela Vázquez
Imagen: Prof. Elsa Sposaro

Las principales preocupaciones del artista holandés Vincent van Gogh fueron espirituales y religiosas. Ellas le llevaron a hacer estudios de Teología, pues creía que así podría emular a su padre y llegar a ser como él,  un pastor evangelista.




Esta opción para él se vio frustrada, pero no por eso abandonó su preocupación por lo social. Así se acercó en lo personal y artístico a los trabajadores de las actividades extractivas de la tierra, a los campesinos y mineros.

Mujeres de mineros llevando sacos de carbón


Sus obras (tanto los grabados como las pinturas) son solidaria y consecuentemente oscuras y descarnadas al manifestar el sufrimiento y la pobreza  de las personas de las clases más sometidas. Lo sombrío de los colores en sus cuadros evidenció su empatía por los padecimientos de los hombres hundidos en la miseria.



Los comedores de patatas


Más tarde vivió en París con su hermano Théo, merchant de arte. Pero también le escribió incansablemente. Sus escritos fueron reunidos en un libro conmovedor titulado Cartas a Théo.  Allí describió métodos, elaboró dibujos y trazó bosquejos, pero también reflexionó sobre literatura y otros temas.

Cartas a Théo


Por esa mediación familiar conoció a muchos de los pintores impresionistas. De ellos tomó en adopción colores y tonos. Fue por su benévola influencia que se lanzó a experimentar con las técnicas de su época.

Mujer en el café de Tambourin


Obra realizada bajo la influencia  y asistencia  de Henri de Toulouse-Lautrec. Por la misma razón se familiarizó con los movimientos artísticos más novedosos, fueran ellos los magos de la luz (como Manet y Monet) o grabadores japoneses (como Hiroshige y Hokusai).Un ejemplo es su Puente bajo la lluvia tomado de Puente Ohashi y Atake bajo la lluvia repentina.

Hiroshige 



  van Gogh

                             
Vincent también tomó y usó los colores brillantes y los matices pictóricos de Camille Pissarro y la pincelada impresionista con puntos yuxtapuestos de colores complementarios de Georges Seurat, pero con algunas distorsiones expresivas.


C. Pissarro en su estudio





 Eco

Texto: Lic. Alicia Grela Vázquez
Imagen: Prof. Elsa Sposaro


El mito de Eco es uno de los que mejor prueban la afirmación de Ramón Menéndez Pidal: el folclore vive en variantes. Se lo cuenta de muy diversas formas. Criada por ninfas y educada por las nueve Musas hijas de Mnemosine y Zeus, aprendió de ellas el arte de la elocuencia.

Eco


Con sus palabras encantaba a todos cuantos le oían. Hera y su esposo, ambos se embelesaban con sus relatos. Según algunos el gran Júpiter, padre de dioses y hombres se aprovechó de ellos para seducir a alguna pareja ocasional.




Júpiter y Juno – A. Carracci


En otras versiones Zeus intentó conquistar a la elocuentísima infortunada. Como quiera que haya sido, la divina celosa por tanta infidelidad conyugal se vengó haciendo que la cómplice del engaño (o su presunta rival) se viese privada de su mayor atractivo: la verba.

Desde entonces sólo pudo repetir el final de lo que otros decían. Esto sirvió para designar posteriormente una patología: la ecolalia. Quizás por esa razón para otros, privada de su mayor atributo, apenada (avergonzada y entristecida) se ocultó en una cueva. En ella se fue secando hasta convertirse en una roca más de su guarida.




Eco y Pan


También se la relacionó con el dios Pan, quien al ser rechazado por ella ordenó su muerte. Fue descuartizada y sus restos esparcidos por toda la tierra. Así la diosa madre Gea la acogió. Pero en otros relatos ella, para evitar al libidinoso perpetrador se arrojó a la corriente del Laón.



Eco y Narciso – J. W. Waterhouse


Finalmente, las narraciones  que más difusión alcanzaron la vincularon con el hermoso Narciso. Según muchas de ellas Eco fue rechazada por el bello ensoberbecido, pagado de sí mismo. Pero, como también él había despreciado a muchos otros fue castigado.



Eco  y Narciso – Nicolás Poussin


En otras historias ellos se atraían y buscaban, pero por el equívoco que provocó la repetición automática de las terminaciones, al decir ella: “aquí”, y oírla él sobre las aguas, intentó alcanzarla y cayó en ellas.


Tiresias – Fragmento H. Füssli


Tiresias, el vidente ciego, le había augurado al nacer una larga vida, si no se contemplaba a sí mismo. Al incumplir el precepto, fue que encontró prematuramente la muerte. Donde la halló, según cuentan los relatos, surgió una flor solitaria, efímera y primaveral que  corresponde a su transfiguración y es por eso que lleva su nombre. Esto dicen a pesar de que según otros él continúa aún en el reino de las sombras, deleitándose con su imagen.





Homenaje a Cervantes

Texto: Prof. Graciela Sovrán Haro
Imagen: Prof. Elsa Sposaro



Don Quijote vencido

El vencido se acomoda
Al vencedor de la luna.
La promesa y la fortuna
No toman igual carroza.

Y  así el de la blanca luna
Vence con igual desparpajo
Al caballero letrado,
El de la triste figura.

Humillado se encuentra Don Quijote
Pues por un año no ha de tomar armas.
“Más vale la rueca que la espada”,
Trabajo demujer no reconforte.

Pero luego de un año todo vuelve,
Vuelven reinos, condados y fortunas.
Luego de la penitencia vendrá alguna
Exitosa aventura que consuele.

“No hay mal que cien años dure”,
Sancho amigo, a veces la suerte corresponde.
La Ínsula de Barataria te dio porte
Y te la otorgué yo, por donde anduve.


   
  

El oscuro sueño de Margaret

Texto: Federico Bagnato
Ilustración: Carolina Bagnato





Soilh pensó que era una locura. ¿En qué cabeza podría caber una idea tan absurda? Apenas llevaban unos pocos meses conociéndose y los delirios de Margaret se habían vuelto más frecuentes con el correr del tiempo. ¿Un experimento que implicara su propio sacrificio? (Se preguntó retorciendo cada porción de su demacrado rostro) ¡Cómo no quedar pegado! Qué poco ético de mi parte sería… pero quizá le valga la pena. Quizá algún día la recuerden como alguien que luchó contra la banalidad y vulgaridad con que se concibe al animal humano… o al animal… o al humano.
Se oyó un portazo; Soilh giró hacia la puerta y el resto ni lo advirtió. Margaret había ingresado con la expresión de una roca desgastada por el abusivo curso de un río. El teléfono volvió a sonar en cuatro agudos tonos. Anteriormente había sido la coordinadora, furiosa. Su nombre es Margaret y decide que su tono de voz debe trastornar a quien la oiga. No debería olvidar que trabaja bajo el suelo junto a un montón de desquiciados mentales a los que su puesto de trabajo -inferior en rango- no les importaría en absoluto si tuvieran que enfrentarla y, de ser necesario, golpearla hasta desfigurarla. De cualquier forma, todos ellos ya habían pasado por experiencias similares y el mínimo detalle les significaría motivo suficiente para perder la escueta discreción.
Margaret no sabía con lo que lidiaba. Ella, de buen porte, audaz e inteligente, y vestida bajo costosos trapos que mantienen una limpieza absoluta, ignoraba el programa laboral para el cual trabajaba en el rol de encargada. Las tareas de sus súbditos, los reclusos (esa es la denominación que figuraba en su legajos), no tenían ningún fin más que mantenerlos ocupados trasladando cajas de un sector a otro, dato que Margaret desconocía. En cuanto a ella, la estaban probando; formaba parte de un plan de extenuación psicológica que permitiera conocer sus límites de tolerancia y así sacar conclusiones en relación a la cantidad de suicidios laborales, que había aumentado en un 200% desde el año pasado.  
Una tarde de tormenta en que la fábrica se vio violentada por los fuertes vientos que golpeaban los portones y el granizo calando el techo de chapa, los reclusos descubrieron que sus tareas no tenían ninguna finalidad. Viéndose imposibilitada la salida de la fábrica por las fuertes lluvias, los reclusos permanecieron junto a Margaret por más de tres horas en la sala de depósitos más pequeña. Allí, a Ronnj, un rapado neonazi al que los tatuajes le cubrían más del 60% de la piel, se le ocurrió, durante un ataque de furia causado por el malestar que los días grises le provocan, patear una de las cajas. Al hacerlo, uno de los laterales se rompió dejando entrever una placa de un gris opaco. Se trataba de un frío cerámico rajado en 3 partes. Rápidamente abrió esa caja y luego las otras, descubriendo que estaban llenas de escombros. La furia de Ronnj lo transformó en un estricto muestrario de arterias al punto de estallar. Los otros reclusos, masticando la embrionaria noticia, comenzaron a pararse y hurgar entre los escombros. Los más furiosos comenzaron a arrojar rocas contra la pared y Margaret, que estaba sentada y de piernas cruzadas sosteniendo sobre la falda un planillero de control de horarios, empezó a ser hostigada por los más violentos, que se le acercaban al punto en que ella podía sentirles el vapor que expedían junto a los acusadores gritos. Uno de ellos incluso llegó a tomarla de los pelos y levantarla unos 20 cm del piso para dejarla caer con violencia en el mismo lugar. En ese mismo instante una robótica voz ordenó que la soltara y se alejaran de ella. Parecía provenir de la cámara de seguridad. Los reclusos voltearon hacia el artefacto que estaba sobre una diagonal superior, y Margaret, que había comenzado a sollozar, corrió hacia la puerta para escapar, pero el metálico picaporte giraba en falso, sosteniendo la puerta trabada:
—¡Abran la puerta!... ¡seguridad! —gritó dirigiéndose a la cámara.
Una especie de ronroneo regocijante se oyó desde la cámara. El locutor se tomó un buen tiempo antes de contestarle:   
—Lo siento Srta. Margaret, me temo que usted y los reclusos permanecerán allí adentro por un buen tiempo.
Los gritos de Margaret se acentuaron con un llanto que, al cabo de unos pocos minutos, la habían puesto al borde de la deshidratación. Dio unos cuantos golpes a la puerta e insultó a varios de los reclusos que continuaban de pie mirando en todas direcciones, como quien se pierde entre la multitud.
—¡Déjenme salir! —volvió a gritar dirigiéndose al neonazi.
—Estoy tan atrapado como usted… -respondió éste sosegadamente.
—¡Mentira! ¿Cómo pueden estar tan tranquilos si no tienen nada que ver con todo esto? —dijo mientras su mirada continuaba desahuciándose.
—¡Silencio! —Dijo la voz robótica— El problema aquí es el siguiente: todos ustedes son parte de un costoso experimento y como tal, estarán bajo nuestras estrictas e inflexibles indicaciones. Les pido que…
—¡Auxilio!... ¡Auxilio! —gritó Margaret, interrumpiendo.
En ese momento, y desde el hueco en el cielo raso que en un momento hubo de alojar un extractor de aire, cayeron dos enormes ratas hacia el piso que rápidamente comenzaron a desplazarse por la habitación. Margaret se subió a una de las sillas y los reclusos permanecieron de pie, exhibiendo cierto retraso en función de la gravedad de las circunstancias. El neonazi, que parecía el más lúcido de todos ellos, intentó patear sin éxito a las ratas cuando se le aproximaban.
—Como decía —prosiguió la robótica voz— cada impertinencia será sancionada con severas fluctuaciones de temperatura y la visita de hambrientas ratas. Si no desean su apacible presencia, deberán remitirse a no sobresaltarse y circunscribirse a asumir la gravedad de la situación. La habitación en la que están está compuesta de sólidas paredes de concreto y la puerta por la que ingresaron ha sido sellada; y gracias al metal que la compone está conectada a alto voltaje, por lo que les recomiendo que no intenten acercarse a no ser que quieran morir por quemaduras.
Uno de los reclusos, haciendo caso omiso a las indicaciones de la robótica voz, desmereciendo y desacreditando aquella sugerencia, resolvió tomar el esférico picaporte, pero algunos milímetros antes que se produjera el contacto, una potente descarga lo arrojó algunos metros hacia atrás, matándolo al instante: 
—No sean estúpidos, acá no hay juegos. Finalmente quizá sea una opción, pero no ahora. Digamos que… estamos dispuestos a ver qué son capaces de hacer con tal de sobrevivir. Varios de ustedes han coincidido en que el instinto es solo parte de la naturaleza animal, ¿no es así Sr. Bergsonh? ¡Pues veremos qué tan animales se vuelven con el tiempo!
Y un abrupto y corto sonido dio fin a la transmisión. Los reclusos se miraron entre sí y Margaret, cuyo cuerpo temblaba como un suelo en pleno terremoto, estaba parada con el torso levemente inclinado hacia delante. Le hubiera gustado poder tomar la vara metálica de lo más alto de la repisa y partirle la cara al neonazi, pero eran varios los reclusos y desconocía el grado de familiaridad que tenían entre sí. Entonces, tanteando con la mirada, pudo contar unos ocho incluyendo al imbécil que se había electrocutado.
La rejilla de la ventilación por donde entraron las ratas continuaba descubierta y comenzó a conducir una helada masa de aire que bajaba la temperatura del depósito. Los reclusos comenzaron a golpear la puerta de entrada con sus cuerpos y Margaret los observaba mientras se acercaba a una de las sillas y resbalaba su cuello por el respaldo para desplomarse finalmente en un aspecto moribundo. El frío ya alteraba su temperatura corporal y el neonazi tomó una de las mantas de la repisa para envolverse; el resto de los reclusos lo siguieron y Margaret tomó su abrigo que colgaba de una percha como un disfraz de piel reseca. El termómetro marcaba el descenso de la temperatura (10° C) y Margaret movía sus piernas y miraba con desprecio al neonazi. Éste, paseándose en forma circular por las cuatro paredes de la habitación y arrastrando la manta que lo cobijaba, mantenía su cabeza hacia el suelo y balbuceaba inaudiblemente (ahora marcaba 6° C).
—Sufrirán los límites —dijo la robótica voz que parecía haber sido efectivamente manipulada por una máquina distorsionadora.
El termómetro marcaba 2° C. Dos de los reclusos comenzaron a saltar en el lugar para generar calor. “Tan imbéciles no son” pensaba Margaret que arropaba con más fuerza el abrigo que la tapaba. El neonazi acentuó el ritmo de su andar y de pronto se detuvo frente al termómetro:
—0 grados… dos grados bajo cero… cuatro… seis —decía con cierta dificultad.
El aire se volvía denso y el frío más crudo. Cuando el termómetro marcó los 8° C bajo cero, uno de los reclusos abrió las cajas de los estantes buscando una manta. El neonazi volvió hacia él:
—Es la única… no hay más.
Y el recluso, consumido por una incipiente ira, se abalanzó sobre el neonazi intentando quitarle la frazada, pero éste sacó un revólver de grueso caño y le apuntó directo a la entre ceja.
—Un paso más y te vas con él —dijo señalando el rostizado cadáver que había sido expulsado anteriormente por la descarga de tensión.
El recluso retrocedió y volvió sobre Margaret para tomarla de los pelos y quitarle el abrigo, pero ésta, cuyas manos estaban bajo el calor de la prenda y sobre sus muslos, ya había encontrado la forma de protegerse con un fierro de metal que incautó al ir por su abrigo y que sostenía con firmeza mientras observaba atentamente a su alrededor. Entonces, desplegando una destreza admirable y con la punta más oxidada del fierro, le atravesó la mano al recluso.
—¡Hija de puta! —gritó el gigantesco torpe de cara cuadrada mientras volvía a acercarse hacia ella agresivamente. Pero el neonazi lo detuvo de un disparo en una pierna, haciendo que cayera al suelo.
Margaret gritaba desconsoladamente y el resto de los reclusos permanecieron agrupados, como un racimo de uvas.
—Las cosas comienzan a ponerse interesantes —dijo la voz robótica— Se creen demasiado buenos en el manejo de grupos y la administración de tareas, ¿no es cierto?, ¿no es cierto, Margaret? Y ustedes, convictos buenos para nada… ¿pueden controlar sus impulsos? ¿! Eh!?
El termómetro marcaba 15 grados bajo cero y, al llegar a los 16° C, la temperatura comenzó a subir gradualmente hasta los 50° C para volver a bajar y luego volver a subir otra vez. Otras cuatro ratas cayeron por el hueco de ventilación. El calor las alteraba, haciéndolas correr más rápidamente, lo que perturbaba a Margaret, distrayéndola de la situación.
La temperatura continuó fluctuando incesantemente durante dos días más. Los reclusos lamían las condensadas paredes para hidratarse y Margaret se había bebido el costoso perfume que cada mañana aromatizaba su cuello. Al tercer día y como consecuencia de un ataque de locura de uno de los reclusos, éste fue arrojado por el resto contra la puerta, haciendo que muriera electrocutado. El neonazi debió darle un disparo previo en el pecho para disminuirlo. Nadie sabía cuántas balas quedaban en el revólver, y averiguarlo le costaría la vida al curioso.
Margaret, en su desprolijo aspecto, continuó gritando que por favor los liberaran. La robótica voz no volvió a oírse desde el primer día, pero la cantidad de ratas que ingresaron había superado las dos docenas para el quinto día. El agua que habían encontrado en alguna botella descartada y la que algunos reclusos bebieron de la rejilla de desagüe se había acabado. El hambre se había transformado en una bestia que dominaba la voluntad y reacción de aquellos que quedaban en el depósito. El extenuante calor acentuaba la descomposición de los cuerpos que yacían en el mismo lugar. Cuando el hambre se volvió insoportable, el neonazi se acercó hacia el cadáver y se arrodilló cavilosamente frente a él. Su mirada había trascendido todo estereotipo y sus mejillas denotaban la incipiente desnutrición. Con una angustia absoluta y en la contradicción del hambre que padecía y de la imposibilidad de poder comer nada más que el cuerpo de un recluso muerto, sobrevino el llanto. Sus manos desnudaron el torso del cadáver, palpando la carne en busca de las porciones más blandas. El neonazi se detuvo en el abdomen y clavó sus mugrientas y largas uñas hasta que la sangre comenzó a brotar. Su mano hurgó hondamente hasta dar con las vísceras y arrancar parte de ellas. Entonces comenzó a comer los intestinos, pero la crudeza de la carne los hacía inmasticables; y el retraso en la deglución le provocó una serie de arcadas que concretaron un nauseabundo vómito. Al verlo, los otros reclusos se incorporaron a la antropofágica tarea y, como hambrientas bestias de caza, destrozaron el cuerpo del recluso electrocutado despedazando todos sus miembros. El conmocionado rostro de Margaret apenas se expresaba bajo el pálido aspecto de una elocuente desnutrición. Sus fuerzas se habían agotado y se hallaba tirada en el piso contra la pared, como una vela derretida. Su fláccido brazo izquierdo se elevó en una incompresible seña que apuntaba directamente al neonazi que, luego de la repugnancia que la ingesta le había provocado, tomó su revólver y, quebrando en un denso llanto en el que la baba -mixturada con la sangre de las vísceras- se le escurría por las comisuras de los labios, se voló el lóbulo posterior del cráneo. Nadie pareció alarmarse por el suicidio. Sin embargo, uno de los reclusos, el más próximo al reciente cadáver, tomó el revólver y desplegó el tambor:
—Una… dos… —contó en voz alta.
Todos se miraron frente a la inminente muerte. El recluso apuntó hacia Margaret que parecía un tapete desgastado, y luego apuntó a cada uno de los otros exigiendo comida.
—No será necesario —dijo la robótica voz que volvía a presentarse.
Entonces, el recluso, elevando dificultosamente su brazo, descargó una bala en la lente de la cámara haciéndola volar en pedazos y rápidamente volvió a apuntar y amenazar a todos los presentes, pero Margaret, que ahora se arrastraba por el piso y pasaba justo por debajo del termómetro que marcaba 22° C, le rogó que disparara al picaporte de la puerta. Entonces el recluso apuntó y, antes de tirar del gatillo, se oyó:
—No sería la más astuta de las opciones —Un nuevo micrófono parecía haberse activado en reemplazo del incorporado a la cámara— Desperdiciarías la última bala. Mirá a tu alrededor. ¿Acaso no querés salvarte? En este momento, la situación está a tu disposición, y vos podés ser quien salga con vida de este depósito.
Pero el recluso no vaciló un instante en colocar el caño del arma dentro de su boca y gatillar.
El termómetro, que ya marcaba los 41° C, había sido tapado por la sangre y los restos de carne del recluso que bajaban chorreando por la pared y en dirección hacia  Margaret, que había perdido las fuerzas para continuar arrastrándose pero que escabrosamente miraba cómo los empastados pedazos caían; y, frente a la imperante necesidad de comer que la acometía, tomó aquellos trozos de carne tibia y los masticó como bolas de acelga, desgarrando cada sección y tragándolas como a un vaso de agua.
Los reclusos que quedaban ya habían sido abatidos por el hambre, la sed y las fluctuaciones de temperatura. Sus reacciones se habían reducido casi al mínimo y no bastaría más que unos cuantos minutos para que sus corazones dejaran de bombear sangre. Pero la agonía se hizo esperar y al cabo de dos horas todos habían perdido la vida.
—Felicitaciones, han superado el castigo de haberse creído seres humanos durante toda su vida, y actuar en consecuencia, estorbando a quienes nos consideramos animales, y también sufrimos las consecuencias. Ahora apenas son un montón de animales en descomposición… animales al fin, muertos; y nosotros continuamos con vida en una cadena de conveniencias y supervivencias en donde, en la medida de lo posible, reducimos y manipulamos al otro en busca de sobrevivir, de seguir nuestro instinto ¿no?... ¿¡no es así Margaret!? Y nada queda ya para la muerte. Ni tú, ni tu cuerpo, ni un remordimiento que condene nuestros actos como inhumanos o no morales… —dijo la voz robótica a medida que mermaba el tono, como una grabadora con poca batería.
—¿Y?... —preguntó Margaret al cabo de unos segundos.
—No sé… —dijo Soilh mientras ponía a prueba el grosor de las paredes con fuertes golpes— ¿por qué le pusiste tu nombre? Digo, ¿vos…?.
—Fue por un sueño. Creo que puede funcionar. —dijo Margaret al tiempo que se subía a un pequeño banco de madera para conectar el micrófono a la cámara de seguridad— Fijáte cómo se escucha… bla bla bla blaaaa… bla ¡bla! —gritó testeando el sonido.
—Está todo ok, se escucha bien. —dijo Soilh— Bueno…
—Llamá, decí que está todo listo. Ya los pueden traer. —interrumpió Margaret fregando sus manos frente a su abdomen. 

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