viernes, 23 de septiembre de 2011

El arte de la esquina

El arte de la esquina



Boletín Mensual Nº 50 - Año 5


Setiembre 2011

Flores - E. Delacroix



SUMARIO



La Estética del Romanticismo (Cuarta Parte)
El maestro y el robo
La lengua de las mariposas


La Estética del Romanticismo (Cuarta Parte)

Lic. Alicia Grela Vázquez

Los productos literarios de la lengua inglesa comparten el tema tan ricamente expresado por los escritores románticos franceses y alemanes: las penurias amorosas y la presencia sobrenatural y siniestra.


A semejanza de Kant, Edmund Burke identifica la belleza con la armonía, y lo sublime con lo inmenso y terrorífico. En su Estética los sentimientos son más importantes que la razón.


Este autor también afirma que las formas de la vida política deben adaptarse al genio de cada nación.


                                                                  Edmund Burke


Aquí la semejanza se da con Savigny, para quien el Derecho es el resultado de una larga tradición que refleja el espíritu nacional y, por lo tanto, no puede encerrarse en fórmulas inmóviles, aplicables sin más, a cualquier sociedad (contra el Código Napoleónico).


                                                                         Savigny


Esta concepción en lo político prepara el camino para las distintas formas del socialismo y en lo literario se refleja en la poesía romántica inglesa desde fines del siglo XVIII y sube de tono al pasar el tiempo.



La lírica tiene como precursores a Coleridge y Wordsworth. En colaboración componen “Baladas líricas”. Despreciando lo artificioso de lo intelectual, cantan en un estilo más natural a lo vivido por la gente común.




 
Ahora, mientras los pájaros cantan alegres melodías...



Ahora, mientras los pájaros cantan alegres melodías
y los pequeños corderos retozan
como si bailaran al son de un tambor,
a mí me invade la pena: un lamento me brindó alivio pasajero
y ahora recobro la fortaleza.


Desde arriba, resuenan las trompetas de las cascadas,
un dolor mío no enturbiará otra vez la primavera.
Oigo los ecos que retumban en las montañas,
el viento llega hasta mí desde valles de ensueño
y mi mundo interior se vuelve feliz.


La tierra y el mar se entregan a la felicidad,
y a mediados de mayo cada animal se siente alegre.
¡Tú, hijo de esa alegría, grita a mi alrededor,
quiero oírte gritar, oh, pastor feliz!


Versión de Pedro Bádenas de la Peña


 Pero, los portavoces románticos por excelencia en las Islas son: Shelley, Byron y Keats. Los dos primeros siendo amigos padecen las limitaciones de su época y las sobrellevan fieles al espíritu que encargan.


Shelley, por escribir “La necesidad del ateísmo” es expulsado de la Universidad de Oxford. La intolerancia en cuestiones religiosas atribuida con exclusividad a la Edad Media, se prolonga en la Modernidad (y más allá de ella), al punto que pocos años más tarde intentan asesinarlo por ateo.


                                             Percy Shelley – Retratado por Amelia Curran


Casado ya, un nuevo amor le lleva lejos. Se fuga con ella y deja a su esposa, quien, abandonada, se suicida. En medio del arrebato escribe apasionadamente como vive: “La reina Mab” (Queen Mab) y “ Alastor, o el espíritu de la soledad”.

 

 



Al descubrir los anglosajones la magnificencia de Grecia y Turquía, advierten la existencia de un mundo asombroso: el musulmán. Este deslumbramiento le hace autor de la “Revolución del Islam” y le aproxima a Byron.




Este comienza su carrera literaria con “Childe Harold” desde la Universidad. Continúa con algunos cuentos en verso, en el viejo estilo medieval, que el Romanticismo rescata, como “El infiel”, “El corsario” y “Lara”. Y culmina con la sátira “Don Juan”.



Canción del Corsario
En su fondo mi alma lleva un tierno secreto

solitario y perdido, que yace reposado;
mas a veces, mi pecho al tuyo respondiendo,
como antes vibra y tiembla de amor, desesperado.


Ardiendo en lenta llama, eterna pero oculta,
hay en su centro a modo de fúnebre velón,
pero su luz parece no haber brillado nunca:
ni alumbra ni combate mi negra situación.


¡No me olvides!… Si un día pasaras por mi tumba,
tu pensamiento un punto reclina en mí, perdido…
La pena que mi pecho no arrostrara, la única,
es pensar que en el tuyo pudiera hallar olvido.


escucha, locas, tímidas, mis últimas palabras
-la virtud a los muertos no niega ese favor-;
dame… cuanto pedí. Dedícame una lágrima,
¡la sola recompensa en pago de tu amor!…

Versión de F. Maristany

Su compromiso con el ideal romántico le lleva más allá del Arte. La vida aventurera y literaria lo conduce al estrecho de los Dardanelos, donde se consagra como militante de la libertad.


Lord Byron 

Por su parte, John Keats recupera la actitud que origina el filosofar: el asombro ante lo que es. La Mitología griega le inspira. En “Hiperión” mira a la Hélade, para narrar el enfrentamiento entre los titanes y los dioses y el triunfo de los olímpicos.


Lucha entre titanes y dioses

Poema La caída de Hiperión (sueño) 
 John Keats

Tienen los locos sueños donde traman
 

elíseos de una secta. Y el salvaje
vislumbra desde el sueño más profundo
lo celestial. Es lástima que no hayan
transcrito en una hoja o en vitela
las sombras de esa lengua melodiosa
y sin laurel transcurran, sueñen, mueran.
Pues sólo la Poesía dice el sueño,
con hermosas palabras salvar puede
a la Imaginación del negro encanto
y el mudo sortilegio. ¿Quién que vive
dirá: “no eres poeta si no escribes
tus sueños”? Pues todo aquel que tenga alma
tendrá también visiones y hablará
de ellas si en su lengua es bien criado.
Si el sueño que propongo lo es de un loco
o un poeta tan sólo se sabrá
cuando mi mano repose en la tumba.

Soñé que en un lugar estaba donde

palmera, haya, mirto, sicomoro
y plátano y laurel formaban bóvedas
cerca de manantiales cuya voz
refrescaba mi oído y donde el tacto
de un perfume me hablaba de las rosas.
Vi un árbol de boscaje recubierto
por parras, campanillas, grandes flores (…)
Versión de Gabriel Insuasti

En “Endimión” cuenta los amores de Artemisa (Diana) con un pastor.


Endimión y Artemisa

Allí dice: “A thing of beauty is a joy for ever.” (Una cosa bella es un gozo para siempre).

Así es en su creación, pues su vida, tras las desdichas amorosas y la enfermedad de su tiempo (tuberculosis) se extingue muy prematuramente.

        Keats        
          
    Keats – Carbonilla de John Severn

El género narrativo en el Romanticismo tiene en lengua inglesa una forma característica: la novela histórica.

Grandes autores desde Irlanda y Escocia (y aún más allá de las Islas) escriben ese idioma añadiéndole prestigio y mérito. Tal es el caso de Walter Scott, creador de “Ivanhoe”, “Rob Roy” y “Guy Mannering”, entre otras obras que, aunque sin gran rigor científico, cuentan hechos del pasado en forma atrayente.

Walter Scott



Rob Roy





Primero lo hace anónimamente o con un pseudónimo. En forma póstuma estas piezas literarias, en las que se elogia el heroísmo, reconocen su autoría.

Por los acontecimientos, la ambientación, la circunstancias y la exaltación de los sentimientos (todas éstas características de este movimiento) el término “Romántico” se asocia desde aquí con un escenario en ruinas y una estética de lo sublime, del estremecimiento y el temblor, del temor y el horror.




El maestro y el robo

Lic. Alicia Grela Vázquez



En la Mitología griega Prometeo, el creador de los hombres, viéndolos tan desvalidos, roba el fuego sagrado a los dioses. La virgen Atenea (Minerva), protectora de Atenas y de la Filosofía, por piedad les otorga la razón, la palabra y los instruye en Artes y Ciencias.


Virgen Atenea



El centauro Quirón (Sagitario) enseña a los grandes héroes lo necesario para vivir: principalmente la arquería.


Quirón – Escultura de Pascual Salaverri

 
Sócrates, en la época clásica procura definir lo que es y conocerse a sí mismo, cumpliendo el mandato de Apolo, para conformar buenos ciudadanos.


Apolo

 
Procusto, el ladrón, además de despojar de bienes a sus víctimas, las sujeta a su lecho y, tomándolo como patrón universal de medida, procede a cortar lo que sobra, o, si no alcanza la talla, a estirarlo.

Víctima ante el lecho de Procusto


 
Este modelo es comparable a la educación impartida por los maestros que no consideran las singularidades de sus alumnos. Esta idea aparece en “The wall”, en que cada sujeto de aprendizaje es como un ladrillo con el que se construye la pared.


 
The wall






La actitud del caco del Ática también se asocia al etnocentrismo cultural, por el que se juzga a los otros conforme al canon propio, al que se le da jerarquía prioritaria.
En Argentina el 11 de setiembre se celebra el Día del Maestro como homenaje a Domingo Faustino Sarmiento.

Domingo F. Sarmiento


 
Él y otros hombres de su tiempo y también del nuestro pueden ser considerados seguidores de Procusto. Esto le ha valido muchas críticas, bajo el rótulo de “racismo”. Desde el horizonte actual no es muy apropiado regodearse señalando los prejuicios del pasado, especialmente cuando, pese a las declaraciones, este problema no ha sido superado. No somos fiscales de la República.

Podemos, en cambio, señalar que como prócer ha debido soportar sobre su persona la construcción de mitos. Estos cuentos, algunos verdaderos (como los referidos a su amor por la educación) y otros falsos (como su asistencia perfecta a clases) hacen de él algo que no se asemeja al original.

Es un romántico, amante del saber, de la cultura y de las mujeres. Apasionadamente emprende luchas exitosas conducentes a la erudición; batallas absurdas con caudillos y eróticas conquistas de damas destacadas.


Pero, es de dominio público (o por lo menos un lugar común) que el avance del hombre en relación con el conocimiento está penalizado.


A Prometeo, Zeus lo castiga haciéndolo encadenar al monte Cáucaso. Rapaces (águilas, buitres o halcones) le devoran las entrañas. Quirón pierde su vida eterna por salvar la de un discípulo querido. Sócrates es injustamente condenado a muerte. Y Procusto carga con su bien ganada mala fama.


Prometeo encadenado



Sócrates a punto de beber la cicuta


Sarmiento no escapa a las generales de la ley. Pero pese a todo, ha triunfado: por él tenemos en el país además de eucaliptos y gorriones, los jardines Botánico y Zoológico, entre otras muchas cosas, sus escritos y las escuelas, llenas de rapaces.




La lengua de las mariposas
Manuel Rivas




"¿Qué hay , Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas".


El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de como se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de poderosas lentes.


"La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar.


Cando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa".Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Que maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe.


Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender como yo quería a mi maestro. Cuando era un "picarito", la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que cimbraba en el aire como una vara de mimbre.


"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"


Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos (*) a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores de la Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado.


Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el apodo. "Pareces un gorrión".


Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.


"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"


Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les arrancaba la jeada del habla para que no dijeran ajua nin jato ni jracias. "Todas las mañanas teníamos que decir la frase 'Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo'. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!" Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si le dijera a mis padres que estaba enfermo.


El miedo, como un ratón, me roía por dentro.


Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela.


Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda.


"A ver, usted, ¡póngase de pie!"


El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mi. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mi me pareció la lanza de Abd el-Krim.


"¿Cuál es su nombre?"


"Gorrión".


Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas.


"¿Gorrión?"


No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con angustia los árboles de la alameda.


Y fue entonces cuando me meé.


Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como trallazos (*).


Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mi. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía reparar en mi, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mi. Caminaron hacia al Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña y embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires.


Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó en su pecho. "Tranquilo Gorrión, ya pasó todo".


Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela.


Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche.


Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.


El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "¡Me gusta ese nombre, Gorrión!". Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un libro y dijo:


"Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso". Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. "Bien, y ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quien le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta".


A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.

Una tarde parda y fría...

"Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?"

"Una poesía, señor".

"¿Y como se titula?"

"Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado".

"Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación.".


El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.


Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.


Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una marcha carmín...


"Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?", preguntó el maestro.
"Que llueve después de llover, don Gregorio".


"¿Rezaste?", preguntó mamá, mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.


"Pues si", dije yo no muy seguro. "Una cosa que hablaba de Caín y Abel".
"Eso está bien", dijo mamá. "Non se por que dicen que ese nuevo maestro es un ateo".
"¿Qué es un ateo?"


"Alguien que dice que Dios no existe". Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.
"¿Papá es un ateo?"


Mamá posó la plancha y me miró fijo.
"¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?"


Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios.
Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían de verdad en Dios.


"¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?"
"¡Por supuesto!"


El hervor hacía bailar la tapa de la olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un desvalido.


"El Demonio era un ángel, pero se hizo malo".


La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras.


"El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?"


"Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la escuela?"
"Mucho. Y no pega. El maestro no pega".


No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, " parecen carneros", y hacía que se dieran la mano.


Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfado era el silencio.


"Si ustedes no se callan, tendré que callar yo".


Y iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, desasosegante, como si nos dejara abandonados en un extraño país.


Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras.


Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata.


"Las patatas vinieron de América", le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío.


"¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas", sentenció ella.


"No. Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz". Era la primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían.


Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.


Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del rio, las gándaras (*), el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mi como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois (*). Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol.


De regreso, cantábamos por las corredoiras (*) como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: "Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión".


Para mis padres, esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos. "No hacía falta, señora, yo ya voy comido", insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: "Gracias, señora, exquisita la merienda".


"Estoy segura de que pasa necesidades", decía mi madre por la noche.


"Los maestros no ganan lo que tienen que ganar", sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. "Ellos son las luces de la República".
"¡La República, la República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!"


Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia.


Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía.
"¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza".


"Yo a misa voy a rezar", decía mi madre.


"Tu, si, pero el cura no".


Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría "tomarle las medidas para un traje".


El maestro miró alrededor con desconcierto.


"Es mi oficio", dijo mi padre con una sonrisa.
"Respeto muchos los oficios", dijo por fin el maestro.


Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento.


"¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas".


Algo extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca viera sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros era que venía una tormenta.


Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: "¡Arriba España!" Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos.


Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.


Llamaron a la puerta y mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el indiano.


"¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil".


"¡Santo cielo!", se persignó mi madre.


"Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran, " Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo",


Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones de la Alameda como hojas secas.


Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora.


"Están pasando cosas terribles, Ramón", oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad.


Se arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.


"Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo"


Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: "Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda".


Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave:"Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro".


"Si que lo regaló".
"No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regalo!"


Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaran también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.


Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.


Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero q quien llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro.


Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos.


"¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!"


"Grita tu también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!". Mi madre llevaba agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera. "¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!"


Y entonces oí como mi padre decía "¡Traidores" con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, "¡Criminales! ¡Rojos!" Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida cara al maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!"


Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. "¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre¡ Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. "Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero ahora se volvía cara a mi enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. "¡Grítale tu también, Monchiño, grítale tu también!"


Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoi era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"


 

Lord Byron