viernes, 17 de abril de 2009

Boletín El Arte de la esquina Nº 21

El arte de la esquina



Boletín Mensual Nº 21 – Año 2
Abril 2009



SUMARIO



El Éxodo transporta a la mujer
Día del Libro

El pequeño escribiente florentino










El Éxodo transporta a la mujer
Por la Lic. Alicia Grela Vázquez

Es en la celebración de las fiestas donde puede verse reflejada la imagen de la mujer (como de la sociedad en la cual ella se integra). Para esto basta considerar, por ejemplo, la Pascua como un signo y proceder a su interpretación.


El paso del Mar Rojo – Biblioteca Nacional de Holanda – 1435


En el segundo libro del Antiguo Testamento: el Éxodo, aparece la institución de la pascua (o los ácimos) para guardar en la memoria el día en que Dios saca de Egipto los ejércitos de Israel. En ese día se pone fin a la servidumbre del pueblo elegido, sometido por un pueblo politeísta. Ese día es el decimocuarto del mes primero. Pero no pasa inadvertido el término “ejércitos”. Este bien puede hacer referencia a una multitud de personas, si se lo toma en un sentido lato; o más estrictamente a la parte armada de ese grupo. Como quiera que sea en el capítulo 12, versículo 17 se lee “ guardaréis este día en vuestras generaciones por costumbre perpetua.”


Habría que señalar, en primer lugar, que lo político está presente, pues el Señor en esa noche hiere mortalmente a todo primogénito en tierra de Egipto, tanto entre las bestias cuanto entre los hombres. Y es por eso que los judíos deben señalar con sangre las puertas de sus casas, para que entre ellos no haya mortandad.
En el 12:14 se obliga a la celebración solemne “por costumbre perpetua”. Ese día (en que se da un cambio definitivo en las relaciones de poder) debe ser evocado, no sólo por aquellos que participaron del hecho, sino por las generaciones futuras. ¿Cómo asegurarlo? Por medio de la mujer. La función que cumplirá entonces será la de transmitir a sus hijos la cultura de su pueblo: las normas, los prejuicios, las formas de dominio (las socialmente aceptadas y las rechazadas), etc.
Ciertamente la mujer asegurará como educadora, como factor socializante por antonomasia, que todo se cumpla como las Escrituras lo exigen. Para ello es necesario además un conocimiento que permita aseverar que los festejos tendrán lugar precisamente el decimocuarto día del primer mes del año.
Así es que irrumpe la Astronomía en ese ámbito. Instaurada la agricultura, el año se rige por las estaciones y éstas por el sol. Sin embargo, es en función de la luna que se lo integra.
Los mahometanos consideraban tan sólo 12 lunaciones, (cada una de ellas con una duración de 29 días y medio). Esto hacía del año un período de 354 días, algo inferior al tiempo de translación terrestre (365). Los judíos observaron que 12 lunaciones no eran suficientes para redondear un año y es por eso que agregaron una decimotercera lunación, periódicamente. Con esto compensaron el defecto anterior. La referencia concreta la constituyen las espigas maduras. Que el fruto llegue a término depende de las condiciones meteorológicas y astronómicas (del sol y la luna).
El comienzo del año corresponde al novilunio que encuentra ya las espigas maduras. Basta entonces contar 14 días a partir de ahí para saber cuándo se debe celebrar la pascua.
Pero hace referencia a otro problema. ¿Cómo deben ser contados los días? Ya se ha salvado el inconveniente principal para la ubicación temporal, mediante el uso del mes lunar. La tradición vincula la lunación con la mujer por múltiples lazos: el ciclo menstrual, la preñez, el embarazo y el parto. Y también con el crecimiento, el desarrollo y la madurez de vegetales y animales en general; como así también con el movimiento de las mareas. (Queda por ver qué hay de ello efectivamente causal y qué de superstición.)


La secuencia semanal tal como se la conocemos por su denominación actual es herencia romana. Cada día toma el nombre de un astro, que a su vez materializa una deidad. Así, el martes es el consagrado a Marte (el planeta) señalado por el dios de la guerra. Entre los judíos los siete días de la semana carecían de un nombre definido. No obstante, indefectiblemente el que corresponde a nuestro sábado es el dedicado al descanso y el viernes a la preparación para el mismo. Al término de una semana se completa una fase lunar (de las cuatro que comprende la lunación).


El día dura 24 horas. Y se denomina “yom” tanto el día completo como a las horas de luz. No se reconocen divisiones en el día, fuera del mediodía. Este se reconoce por la posición alta del sol sobre el horizonte y por la mayor iluminación. Los hechos acontecen antes o después o durante el mediodía.


La noche, que entre los griegos y romanos comprendía cuatro guardias, entre los hebreos se divide sólo en tres, como entre los de Babilonia. La primera vigilia corresponde al principio de las guardias, durante la tarde; la segunda, la del medio; y las tercera, la de la mañana.


Pero la hora misma, dividida en partes regulares era totalmente desconocida. Pero tanta precisión no se requiere para la celebración de la pascua. Este término “pascua” es sumamente equívoco. En español conserva el significado que le imprime un idioma que carga con la tradición judeo – cristiana. En hebreo es: paso o tributo. De allí llega al griego, donde designa la celebración de la pascua entre los judíos. Pero, entre los católicos las pascuas designan: Navidad, Epifanía (Reyes) y Pentecostés. A su vez, “Pentecostés” es una expresión griega que alude al quincuagésimo día.


En Pentecostés los judíos agradecen a Dios que las cosechas hayan llegado a buen término, ya que la pascua se celebra cuando las mieses están maduras (quizás un resabio pagano); y se recuerda el pacto de Dios con Moisés. Mas, en sentido estricto, para los católicos señala la resurrección de Cristo; la celebración del espíritu Santo. Esta fiesta cristiana, después del Concilio de Nicea y de la reforma del calendario gregoriano, se recuerda el primer domingo, después de la luna llena posterior al primer equinoccio del año. De ahí que haya un corrimiento entre las fechas de la pascua judía y la cristiana.

Moisés y los Diez Mandamientos




Manuscrito - Biblioteca Nacional de Holanda 1475 – 1480


Esta miniatura muestra diferentes momentos. En la parte superior izquierda Dios entrega las Tablas a Moisés. Al descender del monte observa a los israelitas danzando en torno al ídolo y arroja las Tablas.






Domenico Beccafumi – Moisés y el becerro de oro- 1537



Nicolás Possin – La adoración del becerro de oro – 1634
National Gallery -Londres





En el capítulo 20 del Éxodo aparece el detalle de los mandamientos (versículo 3 a 17 inclusive). La ley (torá) establece en primer lugar una prohibición: “ No tendrás dioses ajenos delante de mí”. (20:3) Esto puede significar no adorar a ningún otro dios o bien no poner a ningún otro por encima del bíblico. Esto se contempla con la negativa de hacer imágenes (20:4) de cosa alguna del cielo, de la tierra, subterránea, del agua y de inclinarse ante ellas (20:5). El Compendio de la Doctrina Cristiana prescripto por el Papa Pío X de las versiones acomodadas para los católicos de estos 3 versículos. En el primer mandamiento se lee: “No tendrás otro Dios más que a Mí”.
En el segundo mandamiento (20:7) se aclara que Dios no tomará por inocente a quien tomase el hombre de dios en vano. En esto, excepto por la advertencia previamente enunciada, hay coincidencia entre judíos y cristianos.
Los mandamientos lo son para la mujer sólo en la medida en que está sometida al varón. Ella misma no está sujeta a la ley, sino de manera indirecta. No obstante, debe cumplir con la torá.
El versículo octavo se refiere al descanso semanal. Este reposo es santificado. Así lo establece también el décimo y undécimo, tanto para el creyente, cuanto para todo lo que está bajo su dominio. Y esto incluye también a la mujer. No se ha de trabajar en el día séptimo para recordar que somos creados a imagen y semejanza de Dios y Él descansó en el último día de la creación. Este mandato está vinculado con el de trabajar y hacer toda la obra en los otros seis días (20:9). El trabajo y el descanso son términos correlativos. La ley manda descansar en el séptimo día, pero trabajar en los otros, por ser esto parte del castigo por el paraíso perdido. En la versión católica se omite la carga lateral y el mandato se limita a santificar las fiestas. No se alude específicamente al descanso semanal, sino que se prefiere la expresión más vaga y abarcadora.
Para ser fiel a la obediencia debida es menester saber cuándo comienza el día de descanso, para que no nos encuentre trabajando, sólo porque ignorábamos que ya teníamos que santificar el séptimo día. Y dado que la ignorancia no siempre se puede esgrimir como defensa, en caso de infringir la ley, se hace necesario poner en claro en qué momento comienza un nuevo día.
Entre nosotros es habitual considerar que cada día empieza a las cero horas, cumplidas las 24 del día inmediatamente anterior. La hora ha sido fijada arbitrariamente. Muestra de eso son las diferencias entre la hora civil, militar, la astronómica, etc.
Entre los griegos y los italianos de hace algo más de 100 años, como entre los mahometanos se consideraba que el día comienza como lo fija la tradición hebrea: al atardecer. Para esto hay que recurrir a la autoridad del Génesis. En este libro reiteradamente se expresa “tarde y mañana”, dando idea de cómo ha de ser la consecuencia. Así, por ejemplo, al culminar la creación, ve Dios que todo lo que había hecho era bueno en gran manera. “Y fue la tarde y la mañana el día sexto”. (Génesis 1:31)
El comienzo del día tiene lugar cuando la luna se hace visible. Y eso sucede por la tarde. En rigor, entonces habría dos tardes. La primera abarca la primera media hora crepuscular, la más clara y corresponde al fin del día anterior. La segunda tarde comprende la hora siguiente a la anterior y es el principio de un nuevo día. El fin de esta segunda tarde es la noche oscura.
Así, los judíos deben respetar el descanso del día séptimo, comenzando éste en el crepúsculo del viernes. Aquí quizás aparezca otro factor determinante. Entre los hebreos los días que corresponderían a los números 7,14,21 y 28 eran considerados de mal agüero. Cabe pensar entonces que nada pudiese hacerse en el séptimo día, sin correr el riego de que saliese mal. Toda empresa que se llevara a cabo entonces tendría un pronóstico nefasto. La costumbre es probable que resulte no de un factor sino de una conjunción de ellos.
Entre los romanos es de mal agüero el sábado, dedicado a Saturno. Este es el nombre latino de Cronos. Según la mitología, por una promesa hecha a Titán, este dios devoraba a sus hijos, conforme nacían. Cibeles, su mujer evita la trágica muerte de Júpiter (Zeus) quién así se convierte en el dios principal del panteón clásico.
Está clara la simbología: el tiempo destruye sus obras. Sólo consiguen perdurar escasos productos, que se instituyen como los más valiosos.
En este contexto, aún dentro de una sociedad que bien puede considerarse filicida, es dable entender que los católicos prefieran celebrar el descanso semanal el domingo (día del Señor), puesto que se arrastra la tradición hebrea, la griega y la romana, para llegar a ello.
Los católicos entienden que en los días de descanso están prohibidas las tareas serviles (las que son propias de los siervos, artesanos y obreros). Los trabajos corporales quedan prohibidos excepto aquellos que sean necesarios para la vida y el culto. Esta aseveración de Pío X da qué pensar. Hacia 1905, ¿quiénes eran los siervos a los que hace referencia, quiénes, sino las mujeres pueden trabajar, sin que eso sea transgredir la ley? ¿Son las tareas domésticas necesarias para la vida? ¿Son serviles?.
Tanto los hebreos como los griegos distinguen entre trabajos manuales e intelectuales y ambos pueblos coinciden en considerar serviles a los primeros, indignos de un hombre libre. Hoy heredamos esos prejuicios por múltiples vías y oponemos otra división consagrada entre los hombres, a partir de la Revolución Industrial: asalariados y burgueses (que podría llevarse a proletariados vs. propietarios). Esta distinción permitiría reconocer el trabajo según que esté bien o mal hecho. El trabajo manual desaparecería como una subcategoría.
Para A. Maurois el trabajo hecho con amor por una ama de casa constituye un ejemplo de la unión del trabajo manual y el intelectual, pues, según él en su casa ella es ama (reina) y vasallo (sierva). ( “Un Arte de Vivir”).
Además, ¿qué pasaría con la mujer de un obrero, sierva de un siervo? ¿Qué, si consideramos que entre las personas trabajadoras (manuales e intelectuales) es la única que no recibe salario? ¿Qué agregaría el salario a la mujer sino un mayor peso a las obligaciones que la necesidad le confiere como carga gratuita?.
Como quiera que esto sea, el tercer mandamiento hace que su cumplimiento sea doble: descanso y trabajo. Para cumplir con él es preciso atender a ambas obligaciones. No basta descansar, ni trabajar. Es necesaria la conjunción de las dos obligaciones.
El cuarto mandamiento establece la obligatoriedad de honrar al padre y la madre, porque los días sobre la tierra se prolonguen. El versículo 12 señala una norma de prudencia, cuidar de los mayores (cuando éstos pasaron ya la edad productiva). Si cumplimos con esto y exigimos a las nuevas generaciones, aseguraremos una mayor supervivencia: nos alimentarán aún cuando ya no podamos hacerlo nosotros mismos por nuestros propios medios.
La versión católica omite la justificación (de la prolongación de la vida) y hace extensiva la honra a cualquier autoridad, con lo que eso implica.
El quinto mandamiento (20:13) “No matarás” es inequívoco, prohíbe quitar la vida. En la versión católica se explicita que está vedado el suicidio y dañar con el pensamiento, de palabra o de hecho (golpear; herir; Etc.). Y a esto se agrega el perdón a los enemigos. Todo ello tras una dificultad, si no puedo odiar a mis enemigos, ni desearle el mal, ni cosa alguna, ¿cómo me reconozco yo como enemigo? ¿ O la enemistad no es una relación recíproca?.
El sexto mandamiento: “No cometerás adulterio”, (20:14) tiene a la mujer como partícipe necesaria. En la versión judía se parte de un hecho: la consideración de la familia como la unidad básica de la sociedad. De ahí que se mire por su unidad, que luego pudo entenderse como pureza (pura de mezcla con los que no integran la pareja) y por extensión moral. Prueba de esto la da el Génesis 2:24 “El hombre deja a su padre y a su madre y se une a su esposa y se convierten en una sola carne”. Para preservar la castidad es necesario mantener ocupada a la mujer, pues el ocio lleva a la pérdida de la castidad. Es por eso que el rabino Eliezer dice que aunque tuviese un centenar de sirvientas, una mujer deberá ser obligada a cardar la lana. Con el trabajo se evitará un mal mayor: el adulterio.
El hombre al casarse debe cumplir con la obligación de multiplicarse. Para algunos intérpretes afecta sólo al varón y para otros a ambos. Según A. Hertzberg, autor de “Judaísmo”, esta religión no mira la unión sexual como una concesión a la carne, sino como un acto correcto y sagrado.
Esencialmente los judíos se casan por consentimiento, es por eso que en ese contexto es prohibido el adulterio.
La versión católica habla no de adulterio sino de fornicación. Esto implica relaciones carnales entre quienes no son esposos y por extensión se aplica a la transgresión de los fieles judíos que abominan de su Dios el adorar otras divinidades ajenas.
En esta interpretación católica se prohíbe todo pensamiento, palabra o acción contra la castidad.
El séptimo mandamiento prohíbe hurtar (20:15). Pero, ¿ cómo entender el mandato dado a Moisés, cuando el punto de arranque del presente análisis es el Éxodo? (Para dejar Egipto, el gran conductor pide al pueblo que sustraiga vasos de oro, plata y vestidos (12:35).
A los católicos el séptimo mandamiento, como también veda la usura y el fraude y la trampa. Así es que manda restituir lo ajeno y reparar los daños causados, tanto como pagar las deudas.
El octavo mandamiento impide levantar falso testimonio contra el prójimo (20:16). Esto lleva implícita la obligación de decir la verdad, no mentir. A los católicos los llevaría a eliminar la calumnia, la murmuración, la lisonja, los juicios temerarios, etc.
En el Éxodo 20:17 se lee: “No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo.” Este texto contiene la materia de los dos mandamientos restantes. El noveno prohíbe codiciar la mujer de tu prójimo. Pero, por más que se trate de ver en él una prohibición de los apetitos impuros y deshonestos, es imposible sacarlo de contexto. El sentido más cabal lo adquiere en relación con todas las otras cosas que taxativamente son mencionadas y que debemos abstenernos de desear. La mujer no es la esposa del prójimo sino un objeto más de su propiedad. Y está prohibido desearla, porque es una cosa que le pertenece. No se puede atentar contra la propiedad (7° mandamiento).
Finalmente, el décimo prohíbe codiciar los bienes ajenos: la casa, el buey, el asno, etc. como puede fácilmente comprobarse esta escisión se debe a un reconocimiento de la diferencia que hay entre la mujer y los bienes. La mujer es un ser creado a imagen y semejanza de Dios, como mostró el Génesis. Se prohíbe desear la mujer que tiene dueño. Los bienes son objetos en los cuales hay encarnado algún valor. Los bienes son por lo tanto valiosos. Se prohíbe desear los bienes que ya tienen poseedor.
Todo esto da lugar a una serie de reflexiones. Hay cosas valiosas. La mujer es una cosa, pero no es valiosa, no es un bien. Tanto los bienes cuanto las mujeres pueden tener un dueño. No está permitido desposeer a un propietario de sus bienes ni de su mujer. Es lícito prohibir el deseo, por lo menos, lo es para el Dios de Moisés que instaura el Decálogo. ¿Pero el deseo, el amor, el odio, los sentimientos pueden aparecer o desaparecer a pedido? ¿Tiene sentido el mandato (o la prohibición como correlato negativo)?
Curiosamente ha de ser la mujer el objeto de deseo y la fuente de la cual ese deseo mana, desde los míticos orígenes, desde Eva.






Día del Libro


Todos sabemos porqué se instauró el 23 de abril como Día del Libro, pero si nos detenemos a los hechos históricos reales observaremos que la elección de este día es convencional, como la mayoría de las cosas. Observemos si no lo que se señala por ejemplo en Wikipedia:

“La elección del día
23 de abril como día del libro y del derecho de autor, procede de la coincidencia del fallecimiento de los escritores Miguel de Cervantes, William Shakespeare e Inca Garcilaso de la Vega en la misma fecha en el año 1616, aunque realmente no fuese en el mismo día, debido a que la fecha de Shakespeare corresponde al calendario juliano, que sería el 3 de mayo del calendario gregoriano y que Cervantes falleció el 22, siendo enterrado el 23. También coincide con la fecha de nacimiento de William Wordsworth (1850) y fallecimiento de Josep Pla (1981). La propuesta fue presentada por la Unión Internacional de Editores a la Unesco, con el objetivo de fomentar la cultura y la protección de la propiedad intelectual por medio del derecho de autor. El 15 de noviembre de 1995 la Conferencia general de UNESCO aprobó la propuesta en París, a partir de lo cual el 23 de abril sería el "Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor".”

Según la definición de la UNESCO, un libro, para ser considerado como tal, tiene que tener 50 o más hojas y denomina folleto a aquella producción que contenga menos de 50 hojas.
Actualmente conocemos los libros digitales, denominados e-Book y conocemos también el libro con formato de audio denominado entonces audiolibro.


Tengo una visión muy personal con respecto a la propiedad intelectual por medio del derecho de autor. No me refiero sólo a los libros sino a todo tipo de producción, en especial cuando se trata de utilizar textos o imágenes con fines didácticos. Considero que debe reconocerse la autoría, pero que de ningún modo deba prohibirse la reproducción total o parcial de dichas obras.
El tema es muy polémico y seguramente los lectores quieran responder a mi pensamiento. Sería muy interesante abrir un debate en tal sentido.
En esta oportunidad he seleccionado un artículo que me ha parecido interesante para hacer un primer acercamiento general sobre el tema de la Ilustración del libro.

Elsa Sposaro

La ilustración del libro


Introducción

La ilustración es algo más que el ornato del libro, ya que nos ofrece un comentario gráfico de su contenido, un reflejo de la sociedad en la que apareció el libro y, en algunos casos, puede constituir principal motivo de interés. Llamamos ilustración a aquellas representaciones gráficas que nos informan del contenido del libro; las que se incluyen con fines estrictamente decorativos se llaman ornamentación.


La ilustración en la Edad Antigua
La ilustración era un arte conocido por los egipcios desde épocas remotas: de hecho, su misma escritura era ya un tipo de ilustración. Entre los restos más sobresalientes de la ilustración egipcia se encuentra el Libro de los Muertos (siglo XV a.C.), donde las ilustraciones aparecían formando un friso en la parte superior del texto. Más tarde apareció la viñeta, que se diferenciaba del texto por un recuadro y a veces por un fondo de distinto color.


En el mundo grecolatino se empleó también la ilustración del libro, aunque nos han quedado muy pocas muestras de ello: unos cuantos rollos ornamentados con motivos geométricos. Sin embargo se sabe que la ilustración en la Grecia antigua seguía los sistemas utilizados para la decoración de la cerámica, y su misma evolución. Ya en esta época apareció la costumbre de iniciar los documentos con el retrato de su autor, costumbre que se extendería mucho más con el Imperio Romano.


La aparición del pergamino favoreció la ilustración del libro, ya que reunía mejores condiciones para ello que el papiro. Sin embargo, la ilustración había nacido con el papiro y su influencia se dejó sentir durante mucho tiempo. En los primeros tiempos de nuestra era, la ilustración de los textos en los centros de cultura romana fue pobre y escasa, aunque se deben citar, por ser los códices en lengua latina más antiguos que se conservan, el Vergilius Vaticanus y el Vergilius Romanus, el primero con 50 pinturas y el segundo con 19, en las cuales aparece el poeta con un volumen en las manos, y la Biblia Itala.

Bizancio
Por el contrario, estos mismos siglos señalan el esplendor de la ilustración y la ornamentación de los códices bizantinos, cuyo desarrollo se divide en cuatro grandes etapas:
1: De Constantino a León el Isaúrico. De contenido profano y religioso, muy influida por el estilo helenístico oriental.
2: De León el Isaúrico a Miguel III: como consecuencia de las luchas iconoclastas, no existen en esta época códices ilustrados con figuras, pero sí iniciales ornamentales, arcos, columnas y decoración fantástica.
3: De Miguel III a Basilio II. Se recobra la representación de la figura, pero manteniendo las ilustraciones fantásticas de la época anterior.
4: De Basilio II a finales del siglo XII. Comienza la decadencia, pero aún pueden citarse algunas códices notables. Se inicia el alargamiento de la figura que caracterizará al estilo griego en épocas posteriores.

La Edad Media
Fuera de Italia, la ilustración se redujo a las iniciales en las que se entremezclan hojas con cabezas estilizadas de animales reales o imaginarios y algún motivo ornamental, que se difundieron sobre todo por la acción de los monjes irlandeses. Se señala la existencia de varias escuelas: la merovingia, con ornamentación limitada a combinaciones estilizadas y pocas tintas, la irlandesa, con sus características iniciales de entrelazados y la visigótica. Según parece, la representación de figuras de la escuela visigótica española seguía la tradición del Norte de Africa, que más tarde se perpetuó en la miniatura mozárabe. De esta tendencia es representativo el Pentateúco de Ashburnham, donde se representan pasajes del Antiguo Testamento.



El libro manuscrito alcanza su más alto nivel con el libro gótico, justo antes de la aparición de la imprenta.


En el siglo IX, la ilustración conoce una época de resurgimiento con el renacimiento carolino, tal y como lo demuestran obras como el Evangeliario de Godescalco o la Biblia de Carlos el Calvo. Se perfila la existencia de varias escuelas -Reims, Palatina, Renana, etc.-, y aunque los efectos de este renacimiento fueron poco duraderos, su influencia se dejó sentir durante mucho tiempo en los condados de la Marca Hispánica y en el valle del Rhin. De esta época data la costumbre de los códices purpúreos o áureos, escritos en oro o plata sobre pergaminos teñidos de púrpura, de clara influencia bizantina. Posteriormente, el manuscrito conocería otro breve periodo de esplendor con el renacimiento otoniano.


En el siglo X merece citarse la miniatura mozárabe, que aparece tanto en los territorios españoles bajo dominación musulmana como en los reinos cristianos del norte de la Península. No todos tuvieron el mismo interés, pero destacan los Comentarios al Apocalipsis y el Libro de Daniel del Beato de Liébana, obra que se prestaba a una extensa ilustración. Prueba de su éxito son las numerosas copias que se conservan, fechadas entre los siglos X al XII. Otras obras de esta época son el Antifonario de León, la Biblia de San Isidoro de León y la Biblia Hispalense, todas del

siglo X.


En el siglo XI hizo su aparición el románico, que consistía básicamente en el bizantinismo impuesto a las costumbre de cada país. En España dio lugar a tres tipos de manuscritos: puramente mozárabes o tradicionales, mezcla de mozárabe y románico y románicos. En el siglo XIII hace su aparición el gótico, más nivelador que el románico, y cuyo foco de influencia procedía de Francia. El libro recibe aires secularizadores y la ilustración adquiere una brillantez hasta entonces desconocida. Los ilustradores consiguen la representación pictórica de lo que narra el texto, pero además, la misma composición de la página se hace en función de su decorado. Así, texto e ilustración se rodean de motivos vegetales minúsculos y delicadísimos, con empleo del dorado y el llamado "azul francés" y las escenas representas momentos de la vida cotidiana.


Entre los mejores ejemplares de esta época se encuentran Les Très riches heures du Duc de Berry y el Breviario de Belleville, y en España Las Cantigas y El Libro del ajedrez, de los dados y de las tablas de Alfonso X. También destacaron las escuelas italiana y flamenca, que dejaron sentir su influencia sobre todo a partir del siglo XV.


Los primeros libros impresos
Con la aparición de la tipografía la actividad de los iluminadores se redujo considerablemente, puesto que muy pronto comenzaron a utilizarse también iniciales y estampas grabadas por distintos procedimientos.


El grabado de estampas ya se practicaba en Europa con técnicas xilográficas desde principio del siglo XIV, especialmente para obras populares de poca calidad -juegos, barajas, etc- y obras donde el texto era casi inexistente -Biblia Pauperum. Pronto pasó al libro, también en principio en forma de grabados populares de escaso valor artístico. Sin embargo, ya a finales del siglo XV y principios del XVI se hicieron famosos algunos libros por la calidad de sus grabados, como son la Crónica Universal, impresa en Nuremberg por Anton Koberger o la Hyperotomachia Poliphili de Aldo Manuzio, de manera que junto al grabado popular de baja calidad, conviven obras de altura artística sorprendente.


Pronto se dedicaron a la ilustración del libro artistas de la talla de Holbein, Lucas Cranach y, sobre todo, Durero, quien cultivó la xilografía y el grabado en hueco. Además de Nuremberg, donde se encontraba su taller, existían otros centros de ilustración xilográfica del libro famosos por la perfección de sus obras, como son Estrasburgo, Frankfurt, Venecia o Milán. Una vez llegada a este esplendor, la xilografía comienza a decaer, decadencia que durará más de dos siglos. A finales del siglo XV hizo su aparición la calcografía, mucho más apta para la representación fidedigna de las ilustraciones, que poco a poco fue ganando terreno por la facilidad que prestaba a la reproducción de las obras científicas y tratados de viajes.



Del siglo XVII al siglo XIX
El interés de los pintores por la ilustración del libro casi desapareció en el siglo XVII, excepción hecha de Rubens, quien trabajó para los talleres de los Plantin de Amberes. Sin embargo, el interés general por la ilustración reaparece en el siglo XVIII con nuevos bríos. En este siglo reaparece el grabado en madera, bien que con distintos procedimientos: el artífice de ello fue Thomas Bewick, quien descubrió el sistema de xilografía a contrafibra o à la testa, consistente en grabar sobre láminas de madera cortadas transversalmente. Esta operación podía hacerse con buril, ya que la dureza de la madera era similar a la del metal. Bewick publicó obras tan notables como Selected fables, Quadrupeds y British Birds, en las cuales reflejaba con delicadeza y precisión tanto el aspecto de las personas como el de los animales.


Pero las influencias más notables en cuanto al estilo de ilustración y los motivos utilizados procedían de Francia, quien, como en otros campos, no tardó en imponerse. Coincidiendo con el arte rococó, la ilustración del libro adquiere un aspecto elegante y frívolo -rosetones, amorcillos, guirnaldas, florones-, y no se limita a narrar o sugerir la escena plasmada en el texto, sino que decora todo el libro con cabeceras, orlas, iniciales y culs de lamp.


Entre los grandes ilustradores del momento se cuentan los pintores Fragonard, Boucher, Choffard y Moreau, gran viñetista e intérprete minucioso de la vida cotidiana. A mediados de siglo, el cambio de estilo artístico se refleja también en la ilustración del libro, que abandona las elegantes y alegres líneas del rococó para pasar a la regularidad absoluta y la simplicidad lineal , evocadora de la antigüedad, característica del arte neoclásico.


El siglo XIX hereda del anterior alguno de sus grabadores y es ahora cuando empezará verdaderamente la influencia de Bewick. Ello vino a coincidir con el romanticismo, periodo que favoreció extraordinariamente la ilustración del libro, pudiéndose hablar de una ilustración romántica basada sobre todo en motivos medievales, ruinas antiguas y también ilustraciones que resaltaban los caracteres propios de las regiones -surgían los primeros movimientos nacionalistas.


Entre los grabadores más conocidos están Daumier, Raffet, Gigoux y sobre todo Gustave Doré, cuya influencia en este tipo de ilustración se deja sentir aún en nuestros días. Doré fue un fecundísimo grabador que se apartó de las tendencias academicistas francesas para adquirir una notable personalidad propia: entre sus obras más destacadas se encuentran las ilustraciones para El Quijote, La Divina Comedia y La Biblia.


Con la desaparición del Romanticismo, la ilustración conoce un decaimiento paralelo al de la producción del libro de calidad, al tiempo que las nuevas condiciones de vida y los avances técnicos aumenta la difusión de la lectura en sectores cada vez más amplios de la población. Así, la ilustración se mantiene en todas las obras de gran difusión destinadas a un público amplio -novelas, folletines, etc.- y le presta un apoyo considerable al recién aparecido libro infantil.


Para hacerlo más agradable y llamativo, los dibujos se colorean, primero a mano, por niños y mujeres empleados con bajos sueldos, y más tarde mediante el procedimiento de la cromolitografía, cuyo empleo en ciertas obras de mal gusto le dio sentido despectivo a la palabra cromo.
En cuanto al aspecto técnico, el siglo XIX presencia la vuelta al grabado en madera, pero es la litografía -grabado en piedra calcárea que aprovecha la cualidad de algunos minerales de repeler las materas grasas-, inventada por Senefelder a finales del siglo anterior, el procedimiento que quizá más renovó entonces la ilustración del libro y sin duda la técnica más empleada hasta la segunda mitad del siglo, en que hizo su aparición el fotograbado.


En esta última mitad, y con la aparición de la corriente del libro para bibliófilos, destacan figuras tan interesantes como William Morris, quien trabajó con los prerrafaelistas en la concepción de una estética que influiría decisivamente en la aparición del Art Nouveau. En la elaboración de este tipo de libros colaboraron activamente en Francia los primeros impresionistas.
El siglo XX.


La ilustración del libro ha sufrido los mismos cambios que todos los demás aspectos de la obra, desde el contenido hasta su misma concepción. Las técnicas, que empezaron con la fotocomposición, para seguir con el heliograbado, huecograbado y offset, llegaron a tal perfección que los libros de hoy pueden llegar a ser verdaderas obras de arte gráfico, presentando la realidad con una fidelidad absoluta. Pero quizá lo que más ha cambiado es el concepto de ilustración.


La primera mitad del siglo estuvo muy influida por las corrientes decimonónicas, para comenzar a abrirse, primero tímidamente y luego de forma generalizada a las nuevas corrientes de la ilustración. Para la ilustración del libro se utilizan hoy día indistintamente originales fotografiados o diseñados, nacidos con la finalidad de ilustrar el libro o no. Las corrientes artísticas han influido decisivamente sobre la ilustración del libro, que en muchos casos ha sido su mejor medio de difusión.
El libro ilustrado actual responde a las siguientes motivaciones:
Libros de divulgación científica o libros técnicos que precisan de abundantes ilustraciones -arquitectura, arte, etc.
Libro recreativo, o formativo con vocación de entretenimiento -viajes, aventuras, ciencias aplicadas, etc.
Libro infantil.
Libros de texto
Libro cuyo contenido fundamental y razón de ser es la ilustración: catálogos de exposiciones, obras de fotógrafos célebres, etc.
En una sociedad de cultura tan marcada por los mensajes audiovisuales, es comprensible el papel que representa la ilustración del libro. Así, de una parte es difusor de ideas; de otra, sirve de reclamo a los lectores para atraer la atención sobre su contenido; en este sentido, la iconografía ha vuelto a recobrar la función que tuvo en la Edad Media. No obstante, al lado del libro ilustrado aparecen libros con muy pocas ilustraciones, sólo ilustraciones técnicas y gráficos o faltos por completos de ilustración.


Extraído de: “Zaguán” de Rosario López de Prado







El pequeño escribiente florentino


Edmundo de Amicis


Tenía doce años y cursaba la cuarta elemental. Era un simpático niño florentino de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles quien, teniendo una familia numerosa y un escaso sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía estar pronto dispuesto a obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para ello necesitaba trabajar mucho en poco tiempo.
Así, aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siempre a estudiar. Era éste ya de avanzada edad y el exceso de trabajo lo había también envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su empleo, se buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de copista. Pasaba, entonces, sin descansar, ante su mesa, buena parte de la noche. Últimamente, cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos le había hecho el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los suscriptores. Ganaba tres florines por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea lo cansaba, y se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer.
-Estoy perdiendo la vista -decía-; esta ocupación de noche acaba conmigo.
El hijo le dijo un día:
-Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú.
Pero el padre le respondió:
-No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es mucho más importante que mis fajas: tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco; pero no quiero, y no me hables más de ello.
El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas materias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los suscriptores.
Empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de un florín! Entonces se detuvo: dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama de puntillas.
Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las horas y pensando en otra cosa. No sacaba la cuenta de las fajas escritas hasta el día siguiente. Sentado a la mesa con buen humor, y poniendo la mano en el hombro del hijo:
-¡Eh, Julio -le dijo-, mira qué buen trabajador es tu padre! En dos horas he trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbro. La mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber.
Julio, contento, mudo, decía para sí: "¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido. ¡Ánimo, pues!"
Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenando, observó de pronto:
-¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a esta parte!
Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo nocturno siguió adelante.
Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las noches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apuntes.
-¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al trabajo!
Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días siguientes continuaba igual, y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba las lecciones con desgano, y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a observarlo, después se preocupó de ello y, al fin, tuvo que reprenderlo. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa.
-Julio -le dijo una mañana-; tú te descuidas mucho; ya no eres el de otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes?
A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó.
-Sí, cierto -murmuró entre dientes-; así no se puede continuar; es menester que el engaño concluya.
Pero por la noche de aquel mismo día, durante la comida, su padre exclamó con alegría:
-¡Este mes he ganado en las fajas treinta y dos florines más que el mes pasado!
Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había comprado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos acogieron con júbilo.
Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí:
"¡No, pobre padre; no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para ti y para todos los demás!"
Y añadió el padre:
-¡Treinta y dos florines!... Estoy contento... Pero hay otra cosa -y señaló a Julio- que me disgusta.
Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La situación se prolongó así por dos meses. El padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándolo cada vez más enojado. Un día fue a preguntar por él al maestro, y éste le dijo:
-Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan aplicado como antes. Se duerme, bosteza, está distraído; hace sus apuntes cortos, de prisa, con mala letra. Él podría hacer más, pero mucho más.
Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones más severas que las que hasta entonces le había hecho.
-Julio, tú ves que yo trabajo, que yo gasto mucho mi vida por la familia. Tú no me secundas, tú no tienes lástima de mí, ni de tus hermanos, ni aún de tu madre.
-¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío! -gritó el hijo ahogado en llanto, y abrió la boca para confesarlo todo.
Pero su padre lo interrumpió diciendo:
-Tú conoces las condiciones de la familia: sabes que hay necesidad de hacer mucho, de sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi trabajo. Yo contaba estos meses últimos con una gratificación de cien florines en el ferrocarril, y he sabido esta mañana que ya no la tendré.
Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba por escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente: "No, padre mío, no te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor que te causo te compenso de este modo: en la escuela estudiaré siempre lo bastante para salir del paso: lo que importa es ayudar para ganar la vida y aligerarte de la ocupación que te mata".
Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna y de pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas reflexiones del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco a poco con el niño, y no le hablaba sino raras veces, como si fuera un hijo desnaturalizado, del que nada hubiese que esperar, y casi huía de encontrar su mirada. Julio lo advertía, sufría en silencio, y cuando su padre volvía la espalda, le mandaba un beso furtivamente, volviendo la cara con sentimiento de ternura compasiva y triste; mientras tanto el dolor y la fatiga lo demacraban y le hacían perder el color, obligándolo a descuidarse cada vez más en sus estudios.
Comprendía perfectamente que todo concluiría en un momento, la noche que dijera: "Hoy no me levanto"; pero al dar las doce, en el instante en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía remordimiento; le parecía que, quedándose en la cama, faltaba a su deber, que robaba un florín a su padre y a su familia; y se levantaba pensando que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera, o que por casualidad se enterara contando las fajas dos veces, entonces terminaría naturalmente todo, sin un acto de su voluntad, para lo cual no se sentía con ánimos. Y así continuó la misma situación.
Pero una tarde, durante la comida, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba más echado a perder y más pálido que de costumbre, le dijo:
-Julio, tú estás enfermo. -Y después, volviéndose con ansiedad al padre-: Julio está enfermo, ¡mira qué pálido está!... ¡Julio mío! ¿Qué tienes?
El padre lo miró de reojo y dijo:
-La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuando era estudiante aplicado e hijo cariñoso.
-¡Pero está enfermo! -exclamó la mamá.
-¡Ya no me importa! -respondió el padre.
Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a su padre, que en otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues; había muerto en el corazón de su padre.
"¡Ah, no, padre mío! -dijo entre sí con el corazón angustiado-; ahora acabo esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo te lo diré, no te engañaré más y estudiaré como antes, suceda lo que suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidido en mi resolución!"
Aquella noche se levantó todavía, más bien por fuerza de la costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso volver a ver por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, aquel cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno de satisfacción y de ternura.
Sin embargo, cuando se volvió a encontrar en la mesa, con la luz encendida, y vio aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a escribir más, aquellos nombres de ciudades y de personas que se sabía de memoria, le entró una gran tristeza e involuntariamente cogió la pluma para reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la mano, tocó un libro y éste se cayó. Se quedó helado.
Si su padre se despertaba... Cierto que no lo habría sorprendido cometiendo ninguna mala acción y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo... el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a aquella hora, con aquel silencio; el que su madre se hubiese despertado y asustado; el pensar que por lo pronto su padre hubiera experimentado una humillación en su presencia descubriéndolo todo..., todo esto casi lo aterraba.
Aguzó el oído, suspendiendo la respiración... No oyó nada. Escuchó por la cerradura de la puerta que tenía detrás: nada. Toda la casa dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió a escribir.
Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal en la desierta calle; luego ruido de carruajes que cesó al cabo de un rato; después, pasado algún tiempo, el rumor de una fila de carros que pasaron lentamente; más tarde silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de algún perro. Y siguió escribiendo.
Entretanto su padre estaba detrás de él: se había levantado cuando se cayó el libro, y esperó buen rato; el ruido de los carros había cubierto el rumor de sus pasos y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; y estaba allí, con su blanca cabeza sobre la negra cabecita de Julio. Había visto correr la pluma sobre las fajas y, en un momento, lo había recordado y comprendido todo. Un arrepentimiento desesperado, una ternura inmensa invadió su alma. De pronto, en un impulso, le tomó la cara entre las manos y Julio lanzó un grito de espanto. Después, al ver a su padre, se echó a llorar y le pidió perdón.
-Hijo querido, tú debes perdonarme -replicó el padre-. Ahora lo comprendo todo. Ven a ver a tu madre.
Y lo llevó casi a la fuerza junto al lecho y allí mismo pidió a su mujer que besara al niño. Después lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta la cama, quedándose junto a él hasta que se durmió. Después de tantos meses, Julio tuvo un sueño tranquilo. Cuando el sol entró por la ventana y el niño despertó, vio apoyada en el borde de la cama la cabeza gris de su padre, quien había dormido allí toda la noche, junto a su hijo querido.


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