jueves, 31 de enero de 2008

El Arte de la Esquina

Boletín Nº 6
Enero de 2008
Max Ernst -Halleluia



En este inicio del año 2008 nos acompañará Max Ernst con su obra “Halleluiah”. Recorreremos algunos pasajes de su vida para acercarnos más a su obra.
Continuaremos abordando conceptos de la Estética Medieval guiados por la Lic. Alicia Grela Vázquez.
Y leeremos un cuento de Julio Cortázar.


Max Ernst
(Selección de Elsa Sposaro)



Max Ernst ha sido un pintor alemán nacionalizado norteamericano y, posteriormente, francés. Nace en la pequeña ciudad alemana de Brühl en 1891, cerca de Colonia, hijo de Philipp Ernst, maestro de sordomudos y pintor vocacional. Al finalizar sus estudios de bachillerato, en 1909 se traslada a Bonn, donde ingresa en la Facultad de Filosofía y estudia Historia del Arte.


Se interesa por las obras realizadas por enfermos mentales, evitando cuidadosamente "toda clase de estudios que puedan degenerar en un modo de ganarse el pan de cada día". De esta época datan sus primeras obras, cuya filiación expresionista revela la huella de su amistad con August Macke, miembro de El Jinete Azul.


La famosa exposición del Sonderbund de 1912, que se celebra en Colonia, y donde Ernst tiene la ocasión de conocer directamente obras de Cézanne, Van Gogh, Gauguin, Munch y Picasso, va a ser el catalizador de su decisión de dedicarse a la pintura.

En 1913 participa en el primer Salón de Otoño, organizado en Berlín por la revista Der Sturm. Aquí expone en compañía de Klee, Chagall, Delaunay y Arp, artista con el que le unirá una profunda amistad. Como en todos los intelectuales de su generación, la experiencia de la guerra -que Ernst definirá como "la gran marranada"- será decisiva. Su visión de la sociedad que ha desencadenado la absurda matanza, en la que el pintor participa como soldado de artillería, sintoniza con la de un grupo de intelectuales y artistas que, en 1916, funda en el cabaret Voltaire de Zurich el movimiento Dadá. Tras participar, al año siguiente, en la segunda exposición del grupo, en 1919, en compañía de J. T. Baargeld, inaugura la "sucursal" dadá de Colonia, que más tarde se convertiría en la Zentrale W/3 Stupidia, tras unírseles Hans Arp.


Los inicios del surrealismo

Los tres artistas realizan por esta época una serie de collages que denominan Fatagaga, e intentan exponerlos en la muestra del Sindicato de Artistas de Colonia. Ante la negativa de la asociación a acoger unos cuadros que considera "indeseables", Baargeld y Ernst muestran sus obras en la trastienda de la cervecería Winter. Los visitantes, que accedían a la exposición tras pasar por los urinarios, se encontraban con obras como el Fluidoskeptryk -un acuario lleno de un líquido sanguinolento que albergaba una cabellera, una mano de madera y un despertador-, que habría de ser destrozado el día de la inauguración por una niña vestida de primera comunión que previamente había recitado unos versos obscenos. La confusión creada por la muestra se refleja en los motivos que la policía adujo para su clausura: un collage, considerado pornográfico, que estaba realizado a partir de un grabado de Adán y Eva de Durero; cuando se descubrió su procedencia, la prohibición se levantó.

Los collages de Ernst le abrieron las puertas de la vanguardia parisina. Breton, que pocos años después se convertiría en el gran apóstol de la causa surrealista, le invita a exponerlos en 1921. Desde este momento, tres años antes del primer manifiesto del Surrealismo, la figura de Ernst irá ligada a este movimiento; superada la etapa dadaísta, sus primeras obras en clave surrealista revelan la influencia de la pintura metafísica de Giorgio de Chirico.
Los años de la guerra

Las dos décadas siguientes son de una intensa actividad investigadora: el pintor desarrolla las técnicas del frottage -cuyos primeros resultados reúne en una serie que denomina Historia Natural- y el grattage, en un intento por reproducir en el ámbito de las artes visuales la escritura automática de los surrealistas. En esta línea, en 1929 realiza la primera de sus novelas-collages, La mujer de 100 cabezas, a la que le seguirá, cinco años más tarde, Una semana de bondad o Los siete elementos capitales.

Más tarde incorpora la técnica de la decalcomanía, inventada por Oscar Domínguez. En 1938 publica, en compañía de Eluard y Man Ray, El hombre que ha perdido su esqueleto, ácida diatriba contra Breton y sus correligionarios que supone el definitivo abandono de Ernst del grupo surrealista. En las obras de esta época, los descubrimientos técnicos están al servicio de una amarga visión de su tiempo. La amenaza del fascismo aparece en obras como Bárbaros avanzando hacia el oeste o El ángel del hogar. Ernst, que ya en 1933 había visto su nombre incluido en la lista negra de los nazis, sufrirá especialmente los primeros avatares de la Segunda Guerra Mundial cuando, a causa de su condición de alemán, es internado en diversos campos de concentración franceses.

Tras una serie de peripecias -entre ellas, la intervención providencial del inspector de policía encargado del puesto de Canfranc, en la frontera franco-española, quien, admirado por las pinturas que descubre en su equipaje, le permite librarse de los alemanes- llega a Estados Unidos en 1941.

La guerra está presente en el espíritu del artista. En sus primeras obras americanas, Ernst se sirve de la decalcomanía para representar el escenario de desolación y muerte en que habría de convertirse Europa tras la contienda.

Pero las dificultades del exilio -todas sus exposiciones son un fracaso de ventas- no traen consigo la pérdida de su inquietud investigadora: en 1942 pinta "Joven intrigado por el vuelo de una mosca no euclidiana", obra que habría de resultar muy importante para la joven generación de artistas americanos de posguerra, pues en ella se emplea por primera vez la técnica del dripping (goteo), utilizada profusamente por pintores como Jackson Pollock.

Paulatinamente, la obra de Ernst se va haciendo más abstracta, al tiempo que su tradicional exuberancia orgánica va dejando paso a composiciones geométricas donde predominanlos colores planos. Tras regresar a Francia, país en el que se instala definitivamente en 1952, el artista recupera las técnicas del collage y el frottage. El reconocimiento universal a su trabajo le llega en 1954 con la concesión del gran premio de pintura de la Bienal de Venecia. Desde este momento hasta la fecha de su muerte, que se produce en 1976, las continuas retrospectivas de su obra lo confirman como una de las figuras fundamentales del arte contemporáneo.

A modo de conclusión diremos que su obra se afirma al mismo tiempo como «regreso a la infancia y deseo de crear un universo pictórico a la medida de la situación trágica del hombre de hoy».




L'éléphant Célèbes

Busca en un repertorio de formas triviales, preexistentes, los elementos de una mitología personal que le convertirá, después de la experiencia dadá (Colonia, 1919), en uno de los primeros pintores surrealistas (se une al grupo de París en 1922): pinturas inspiradas en De Chirico (L'éléphant Célèbes, 1921, galería Tate, Londres ); collages y novelas-collages (La femme 100 têtes, 1929; Une semaine de bonté, 1934); frottages (especie de «equivalentes de la escritura automática»: Histoire naturelle, 1926), esculturas y montajes (a partir de 1934). Después del opresivo período de la guerra (calcomanías y pinturas como L'Europe après la pluie, ejecutadas en 1940-1942 en Estados Unidos, donde encuentra refugio), su obra, más construida, se reanuda con el humor y adquiere una dimensión cósmica con los temas permanentes del bosque, la luna y el pájaro.
Ernst fallece en París en 1976.



Notas para una Estética Medieval (Segunda parte)

Lic. Alicia Grela Vázquez

Le Estética Medieval ha producido obras de arte religiosas y profanas aunque predominaron las primeras. Se multiplicaron las iglesias y monasterios. Si quisiéramos sintetizar los caracteres de las obras de arte de la época carolingia o prerrománica, tendríamos que enfrentar la primera dificultad: son escasos los restos de miniaturas y fragmentos de esta etapa. Las iglesias entonces eran de madera.

Carlomagno realizó una reforma en el Imperio que abarcó lo político, lo jurídico, lo pedagógico y lo educativo en el sentido más amplio. Transformó la guardia palatina en Consejo de Ministros; creó las escuelas de palacio a las que asistían aún las mujeres de su familia; llevó a su corte a filósofos y científicos; obligó a los jueces a conocer la ley y a los religiosos a tener formación letrada.

Su compromiso con el Papa era enorme. El Emperador y la Iglesia constituían una unidad. Las procesiones en las que él participaba eran actos de Estado.






El movimiento iconoclasta, que recibió su nombre porque destruía las imágenes sagradas como indignas de ser incluidas dentro del verdadero culto, alcanzó en el siglo VIII su máxima virulencia en Constantinopla, donde además perseguía a quienes las veneraban. El Concilio de Nicea condenó esta postura e hizo posible el cese de la represión y continuar con la producción de obras de arte.

Los iconoclastas reprochaban a los que adoraban imágenes una actitud supersticiosa, pues tomaban la representación por lo santo o lo divino. Pero no paraban en la crítica, su fanatismo les hacía cometer atrocidades que culminaban en tortura y muerte.

Reconocían un antecedente en la conducta de Moisés al bajar del Monte Sinahí, quien, al encontrar a su pueblo adorando a un becerro de oro, sometió a su gente a un castigo ejemplar y destruyó la obra.

Los mahometanos tampoco aceptan que se represente al fundador de su credo y es por eso que la imagen del Profeta es mostrada sin rostro. En Palestina aún se conservan algunos íconos que se salvaron de la destrucción de los iconoclastas y de los ataques posteriores.

Los siglos posteriores consagraron al Cristo Pantocrátor (que todo lo gobierna) como propio del arte bizantino y románico. Él aparece sentado en un trono en actitud de bendecir, rodeado por símbolos evangélicos. Los íconos que primero eran pintados sobre tablas, desde el siglo XII se vieron en las paredes, para separar el altar del resto de la Iglesia y permitir la contemplación por los fieles.



La solemnidad del Cristo Pantocrátor se transmite a María que también es entronizada. En los últimos años el arte bizantino buscó lugares periféricos, distantes de la capital para refugiarse y sobrevivir. La idea a transmitir era la de la Iglesia como un Cielo en la Tierra, la espiritualidad y el dolor debían estar presentes. Este concepto se extiende más allá del Imperio Romano de Oriente y llega hasta Venecia, donde se expresa en San Marcos, y hasta Moscú que lo muestra en Santa Sofía.

Esto es posible porque las Cruzadas con el lema de recuperar los lugares sagrados entraron en Tierra Santa. La cuarta tomó y saqueó Constantinopla.
Los venecianos especialmente se llevaron como trofeos de guerra gran cantidad de objetos de arte. Es así que Venecia se convirtió en el centro de la cristiandad.

En el siglo XIV se desarrolló un arte bizantino tardío en murales mosaicos y revestimientos de mármol. La magnificencia en el trazado se corresponde con la oscuridad del interior de los templos, para invitar a la meditación.

La decadencia de Bizancio iniciada con las Cruzadas habría de culminar en el siglo XV con la invasión musulmana. La cruz fue reemplazada por la media luna. La tradición bizantina sobrevive en los monasterios ortodoxos del Mediterráneo oriental aunque los turcos otomanos dejaron su huella cultural enriqueciendo y desdibujando los trazos del arte anterior. Ya empiezan a aparecer además elementos occidentales góticos.



Julio Cortázar(1914-1984)

Después del almuerzo

(Final del juego, 1956)


Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenía que llevarlo de paseo.

Lo primero que contesté fue que no, que lo llevara otro, que por favor me dejaran estudiar en mi cuarto. Iba a decirles otras cosas, explicarles por qué no me gustaba tener que salir con él, pero papá dio un paso adelante y se puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me clava los ojos y yo siento que se me van entrando cada vez más hondo en la cara, hasta que estoy a punto de gritar y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Mamá en esos casos no dice nada y no me mira, pero se queda un poco atrás con las dos manos juntas, y yo le veo el pelo gris que le cae sobre la frente y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Entonces se fueron sin decir nada más y yo empecé a vestirme, con el único consuelo de que iba a estrenar unos zapatos amarillos que brillaban y brillaban.

Cuando salí de mi cuarto eran las dos, y tía Encarnación dijo que podía ir a buscarlo a la pieza del fondo, donde siempre le gusta meterse por la tarde. Tía Encarnación debía darse cuenta de que yo estaba desesperado por tener que salir con él, porque me pasó la mano por la cabeza y después se agachó y me dio un beso en la frente. Sentí que me ponía algo en el bolsillo. -Para que te compres alguna cosa -me dijo al oído-. Y no te olvides de darle un poco, es preferible.

Yo la besé en la mejilla, más contento, y pasé delante de la puerta de la sala donde estaban papá y mamá jugando a las damas. Creo que les dije hasta luego, alguna cosa así, y después saqué el billete de cinco pesos para alisarlo bien y guardarlo en mi cartera donde ya había otro billete de un peso y monedas.

Lo encontré en un rincón del cuarto, lo agarré lo mejor que pude y salimos por el patio hasta la puerta que daba al jardín de adelante. Una o dos veces sentí la tentación de soltarlo, volver adentro y decirles a papá y mamá que él no quería venir conmigo, pero estaba seguro de que acabarían por traerlo y obligarme a ir con él hasta la puerta de calle. Nunca me habían pedido que lo llevara al centro, era injusto que me lo pidieran porque sabían muy bien que la única vez que me habían obligado a pasearlo por la vereda había ocurrido esa cosa horrible con el gato de los Alvarez. Me parecía estar viendo todavía la cara del vigilante hablando con papá en la puerta, y después papá sirviendo dos vasos de caña, y mamá llorando en su cuarto. Era injusto que me lo pidieran.

Por la mañana había llovido y las veredas de Buenos Aires están cada vez más rotas, apenas se puede andar sin meter los pies en algún charco. Yo hacía lo posible para cruzar por las partes más secas y no mojarme los zapatos nuevos, pero en seguida vi que a él le gustaba meterse en el agua, y tuve que tironear con todas mis fuerzas para obligarlo a ir de mi lado. A pesar de eso consiguió acercarse a un sitio donde había una baldosa un poco más hundida que las otras, y cuando me di cuenta ya estaba completamente empapado y tenía hojas secas por todas partes. Tuve que pararme, limpiarlo, y todo el tiempo sentía que los vecinos estaban mirando desde los jardines, sin decir nada pero mirando. No quiero mentir, en realidad no me importaba tanto que nos miraran (que lo miraran a él, y a mí que lo llevaba de paseo); lo peor era estar ahí parado, con un pañuelo que se iba mojando y llenando de manchas de barro y pedazos de hojas secas, teniendo que sujetarlo al mismo tiempo para que no volviera a acercarse al charco. Además yo estoy acostumbrado a andar por las calles con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando o mascando chicle, o leyendo las historietas mientras con la parte de abajo de los ojos voy adivinando las baldosas de las veredas que conozco perfectamente desde mi casa hasta el tranvía, de modo que sé cuándo paso delante de la casa de la Tita o cuándo voy a llegar a la esquina de Carabobo. Y ahora no podía hacer nada de eso y el pañuelo me empezaba a mojar el forro del bolsillo y sentía la humedad en la pierna, era como para no creer en tanta mala suerte junta.

A esa hora el tranvía viene bastante vacío, y yo rogaba que pudiéramos sentarnos en el mismo asiento, poniéndolo a él del lado de la ventanilla para que molestara menos. No es que se mueva demasiado, pero a la gente le molesta lo mismo y yo comprendo. Por eso me afligí al subir, porque el tranvía estaba casi lleno y no había ningún asiento doble desocupado. El viaje era demasiado largo para quedarnos en la plataforma, el guarda me hubiera mandado que me sentara y lo pusiera en alguna parte; así que lo hice entrar en seguida y lo llevé hasta un asiento del medio donde una señora ocupaba el lado de la ventanilla. Lo mejor hubiera sido sentarse detrás de él para vigilarlo, pero el tranvía estaba lleno y tuve que seguir adelante y sentarme bastante más lejos. Los pasajeros no se fijaban mucho, a esa hora la gente va haciendo la digestión y está medio dormida con los barquinazos del tranvía. Lo malo fue que el guarda se paró al lado del asiento donde yo lo había instalado, golpeando con una moneda en el fierro de la máquina de los boletos, y yo tuve que darme vuelta y hacerle señas de que viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata para que comprendiera que tenía que darme dos boletos, pero el guarda era uno de esos chinazos que están viendo las cosas y no quieren entender, dale con la moneda golpeando contra la máquina. Me tuve que levantar (y ahora dos o tres pasajeros me miraban) y acercarme al otro asiento. «Dos boletos», le dije. Cortó uno, me miró un momento, y después me alcanzó el boleto y miró para abajo, medio de reojo. «Dos, por favor», repetí, seguro de que todo el tranvía ya estaba enterado. El chinazo cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme algo pero yo le alcancé la plata y me volví en dos trancos a mi asiento, sin mirar para atrás. Lo peor era que a cada momento tenía que darme vuelta para ver si seguía quieto en el asiento de atrás, y con eso iba llamando la atención de algunos pasajeros. Primero decidí que sólo me daría vuelta al pasar cada esquina, pero las cuadras me parecían terriblemente largas y a cada momento tenía miedo de oír alguna exclamación o un grito, como cuando el gato de los Alvarez. Entonces me puse a contar hasta diez, igual que en las peleas, y eso venía a ser más o menos media cuadra. Al llegar a diez me daba vuelta disimuladamente, por ejemplo arreglándome el cuello de la camisa o metiendo la mano en el bolsillo del saco, cualquier cosa que diera la impresión de un tic nervioso o algo así.

Como a las ocho cuadras no sé por qué me pareció que la señora que iba del lado de la ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor, porque le iba a decir algo para que la dejara pasar, y cuando él no se diera cuenta o no qusiera darse cuenta, a lo mejor la señora se enojaba y quería pasar a la fuerza, pero yo sabía lo que iba a ocurrir en ese caso y estaba con los nervios de punta, de manera que empecé a mirar para atrás antes de llegar a cada esquina, y en una de esas me pareció que la señora estaba ya a punto de levantarse, y hubiera jurado que le decía algo porque miraba de su lado y yo creo que movía la boca. Justo en ese momento una vieja gorda se levantó de uno de los asientos cerca del mío y empezó a andar por el pasillo, y yo iba detrás queriendo empujarla, darle una patada en las piernas para que se apurara y me dejara llegar al asiento donde la señora había agarrado una canasta o algo en el suelo y ya se levantaba para salir. Al final creo que la empujé, la oí que protestaba, no sé cómo llegué al lado del asiento y conseguí sacarlo a tiempo para que la señora pudiera bajarse en la esquina. Entonces lo puse contra la ventanilla y me senté a su lado, tan feliz aunque cuatro o cinco idiotas me estuvieran mirando desde los asientos de adelante y desde la plataforma donde a lo mejor el chinazo les había dicho alguna cosa.

Ya andábamos por el Once, y afuera se veía un sol precioso y las calles estaban secas. A esa hora si yo hubiera viajado solo me habría largado del tranvía para seguir a pie hasta el centro, para mí no es nada ir a pie desde el Once a Plaza de Mayo, una vez que me tomé el tiempo le puse justo treinta y dos minutos, claro que corriendo de a ratos y sobre todo al final. Pero ahora en cambio tenía que ocuparme de la ventanilla, que un día alguien había contado que era capaz de abrir de golpe la ventanilla y tirarse afuera, nada más que por el gusto de hacerlo, como tantos otros gustos que nadie se explicaba. Una o dos veces me pareció que estaba a punto de levantar la ventanilla, y tuve que pasar el brazo por detrás y sujetarla por el marco. A lo mejor eran cosas mías, tampoco quiero asegurar que estuviera por levantar la ventanilla y tirarse. Por ejemplo, cuando lo del inspector me olvidé completamente del asunto y sin embargo no se tiró. El inspector era un tipo alto y flaco que apareció por la plataforma delantera y se puso a marcar los boletos con ese aire amable que tienen algunos inspectores. Cuando llegó a mi asiento le alcancé los dos boletos y él marcó uno, miró para abajo, después miró el otro boleto, lo fue a marcar y se quedó con el boleto metido en la ranura de la pinza, y todo el tiempo yo rogaba que lo marcara de una vez y me lo devolviera, me parecía que la gente del tranvía nos estaba mirando cada vez más. Al final lo marcó encogiéndose de hombros, me devolvió los dos boletos, y en la plataforma de atrás oí que alguien soltaba una carcajada, pero naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el brazo y sujeté la ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos los otros. En Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando llegamos a Florida ya no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo hice salir por la plataforma delantera, porque no quería pasar al lado del chinazo que a lo mejor me decía alguna cosa.

A mí me gusta mucho la Plaza de Mayo, cuando me hablan del centro pienso en seguida en la Plaza de Mayo. Me gusta por las palomas, por la Casa de Gobierno y porque trae tantos recuerdos de historia, de las bombas que cayeron cuando hubo revolución, y los caudillos que habían dicho que iban a atar sus caballos en la Pirámide. Hay maniseros y tipos que venden cosas, en seguida se encuentra un banco vacío y si uno quiere puede seguir un poco más y al rato llega al puerto y ve los barcos y los guinches. Por eso pensé que lo mejor era llevarlo a la Plaza de Mayo, lejos de los autos y los colectivos, y sentarnos un rato ahí hasta que fuera hora de ir volviendo a casa. Pero cuando bajamos del tranvía y empezamos a andar por San Martín sentí como un mareo, de golpe me daba cuenta de que me había cansado terriblemente, casi una hora de viaje y todo el tiempo teniendo que mirar hacia atrás, hacerme el que no veía que nos estaban mirando, y después el guarda con los boletos, y la señora que se iba a bajar, y el inspector. Me hubiera gustado tanto poder entrar en una lechería y pedir un helado o un vaso de leche, pero estaba seguro de que no iba a poder, que me iba a arrepentir si lo hacía entrar en un local cualquiera donde la gente estaría sentada y tendría más tiempo para mirarnos. En la calle la gente se cruza y cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín que está lleno de bancos y oficinas y todo el mundo anda apurado con portafolios debajo del brazo. Así que seguimos hasta la esquina de Cangallo, y entonces cuando íbamos pasando delante de las vidrieras de Peuser que estaban llenas de tinteros y cosas preciosas, sentí que él no quería seguir, se hacía cada vez más pesado y por más que yo tiraba (tratando de no llamar la atención) casi no podía caminar y al final tuve que pararme delante de la última vidriera, haciéndome el que miraba los juegos de escritorio repujados en cuero. A lo mejor estaba un poco cansado, a lo mejor no era un capricho. Total, estar ahí parados no tenía nada de malo, pero igual no me gustaba porque la gente que pasaba tenía más tiempo para fijarse, y dos o tres veces me di cuenta de que alguien le hacía algún comentario a otro, o se pegaban con el codo para llamarse la atención. Al final no pude más y lo agarré otra vez, haciéndome el que caminaba con naturalidad, pero cada paso me costaba como en esos sueños en que uno tiene unos zapatos que pesan toneladas y apenas puede despegarse del suelo. A la larga conseguí que se le pasara el capricho de quedarse ahí parado, y seguimos por San Martín hasta la esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa era cruzar, porque a él no le gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la ventanilla del tranvía y tirarse, pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es que para llegar a la Plaza de Mayo hay que cruzar siempre alguna calle con mucho tráfico, en Cangallo y Bartolomé Mitre no había sido tan difícil, pero ahora yo estaba a punto de renunciar, me pesaba terriblemente en la mano, y dos veces que el tráfico se paró y los que estaban a nuestro lado en el cordón de la vereda empezaron a cruzar la calle, me di cuenta de que no íbamos a poder llegar al otro lado porque se plantaría justo en la mitad, y entonces preferí seguir esperando hasta que se decidiera. Y claro, el del puesto de revistas de la esquina ya estaba mirando cada vez más, y le decía algo a un pibe de mi edad que hacía muecas y le contestaba que sé yo, y los autos seguían pasando y se paraban y volvían a pasar, y nosotros ahí plantados. En una de esas se iba a acercar el vigilante, eso era lo peor que nos podía suceder porque los vigilantes son muy buenos y por eso meten la pata, se ponen a hacer preguntas, averiguan si uno anda perdido, y de golpe a él le puede dar uno de sus caprichos y yo no sé en lo que termina la cosa. Cuanto más pensaba más me afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como ganas de vomitar, lo juro, y en un momento en que paró el tráfico lo agarré bien y cerré los ojos y tiré para adelante doblándome casi en dos, y cuando estuvimos en la Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo, y después volví para atrás y hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá y mamá estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran muertos y enterrados menos tía Encarnación.

Pero esas cosas se pasan en seguida, vimos que había un banco muy lindo completamente vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos a ponernos en ese banco y a mirar las palomas que por suerte no se dejan acabar como los gatos. Compré manises y caramelos, le fui dando de las dos cosas y estábamos bastante bien con ese sol que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y la gente que va de un lado a otro. Yo no sé en qué momento me vino a la idea de abandonarlo ahí; lo único que me acuerdo es que estaba pelándole un maní y pensando al mismo tiempo que si me hacía el que iba a tirarles algo a las palomas que andaban más lejos, sería facilísimo dar la vuelta a la pirámide y perderlo de vista. Me parece que en ese momento no pensaba en volver a casa ni en la cara de papá y mamá, porque si lo hubiera pensado no habría hecho esa pavada. Debe ser muy difícil abarcar todo al mismo tiempo como hacen los sabios y los historiadores, yo pensé solamente que lo podía abandonar ahí y andar solo por el centro con las manos en los bolsillos, y comprarme una revista o entrar a tomar un helado en alguna parte antes de volver a casa. Le seguí dando manises un rato pero ya estaba decidido, y en una de esas me hice el que me levantaba para estirar las piernas y vi que no le importaba si seguía a su lado o me iba a darle manises a las palomas. Les empecé a tirar lo que me quedaba, y las palomas me andaban por todos lados, hasta que se me acabó el maní y se cansaron. Desde la otra punta de la plaza apenas se veía el banco; fue cosa de un momento cruzar a la Casa Rosada donde siempre hay dos granaderos de guardia, y por el costado me largué hasta el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que no deben ir los niños solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento pero era imposible que me siguiera, lo más que quería estar haciendo sería revolcarse alrededor del banco hasta que se acercara alguna señora de la beneficencia o algún vigilante.

No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese rato en que yo andaba por el Paseo Colón que es una avenida como cualquier otra. En una de esas yo estaba sentado en una vidriera baja de una casa de importaciones y exportaciones, y entonces me empezó a doler el estómago, no como cuando uno tiene que ir en seguida al baño, era más arriba, en el estómago verdadero, como si se me retorciera poco a poco; y yo quería respirar y me costaba, entonces tenía que quedarme quieto y esperar que se pasara el calambre, y delante de mí se veía como una mancha verde y puntitos que bailaban, y la cara de papá, al final era solamente la cara de papá porque yo había cerrado los ojos, me parece, y en medio de la mancha verde estaba la cara de papá. Al rato pude respirar mejor, y unos muchachos me miraron un momento y uno le dijo al otro que yo estaba descompuesto, pero yo moví la cabeza y dije que no era nada, que siempre me daban calambres, pero se me pasaban en seguida. Uno dijo que si yo quería que fuera a buscar un vaso de agua, y el otro me aconsejó que me secara la frente porque estaba sudando. Yo me sonreí y dije que ya estaba bien, y me puse a caminar para que se fueran y me dejaran solo. Era cierto que estaba sudando porque me caía el agua por las cejas y una gota salada me entró en un ojo, y entonces saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara y sentí un arañazo en el labio, y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me había arañado la boca.

No sé cuánto tardé en llegar otra vez a la Plaza de Mayo. A la mitad de la subida me caí, pero volví a levantarme antes que nadie se diera cuenta, y crucé a la carrera entre todos los autos que pasaban por delante de la Casa Rosada. Desde lejos vi que no se había movido del banco, pero seguí corriendo y corriendo hasta llegar al banco, y me tiré como muerto mientras las palomas salían volando asustadas y la gente se daba vuelta con ese aire que toman para mirar a los chicos que corren, como si fuera un pecado. Después de un rato lo limpié un poco y dije que teníamos que volver a casa. Lo dije para oírme yo mismo y sentirme todavía más contento, porque con él lo único que servía era agarrarlo bien y llevarlo,las palabras no las escuchaba o se hacía el que no las escuchaba. Por suerte esta vez no se encaprichó al cruzar las calles, y el tranvía estaba casi vacío al comienzo del recorrido, así que lo puse en el primer asiento y me senté al lado y no me di vuelta ni una sola vez en todo el viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra la hicimos muy despacio, él queriendo meterse en los charcos y yo luchando para que pasara por las baldosas secas. Pero no me importaba, no me importaba nada. Pensaba todo el tiempo: «Lo abandoné», lo miraba y pensaba: «Lo abandoné», y aunque no me había olvidado del Paseo Colón me sentía tan bien, casi orgulloso. A lo mejor otra vez... No era fácil, pero a lo mejor... Quién sabe con qué ojos me mirarían papá y mamá cuando me vieran llegar con él de la mano. Claro que estarían contentos de que yo lo hubiera llevado a pasear al centro, los padres siempre están contentos de esas cosas; pero no sé por qué en ese momento se me daba por pensar que también a veces papá y mamá sacaban el pañuelo para secarse, y que también en el pañuelo había una hoja seca que les lastimaba la cara.


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