El arte de la esquina
Boletín mensual Nº 67 - Año VI
Febrero de 2013
SUMARIO
La Estética del Pos-romanticismo (Tercera Parte)
Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán
Estética del Pos-romanticismo (3ª parte)
Lic. Alicia Grela Vázquez
El siglo
XIX en la segunda mitad alcanza su madurez, debatiéndose entre lo sagrado y lo
profano, el ayer y el hoy. Estas oposiciones atraviesan toda la cultura. En la
Música Ricardo Wagner y Giuseppe Verdi, contemporáneos, son los símbolos de
esta lucha.
Ricardo Wagner
Giuseppe Verdi
El primero combina melodías cargadas ideológicamente, pletóricas
de contenido literario germánico. El segundo, fiel a la tradición itálica,
prefiere las melodías que fluyen con naturalidad y sustentan hermosos
fragmentos vocales sobre variados temas.
Se le reconocen tres períodos en su producción operística: el
primero con obras de relativo valor en que abandona los viejos cánones y logra
mayor unidad entre la Música y el drama.
La última mitad del siglo XIX la comienza con la producción del Rigoletto, de 1851. Il Trovatore toma una leyenda hispánica y La Traviata la novela de Alejandro Dumas hijo: La dama de las camelias, que estrena en 1853, cuando en Argentina
se sanciona la Constitución Nacional.
Un ballo in maschera es de 1859. Tres años más tarde retoma las raíces españolas en La forza del destino, basándose en la obra del duque de Rivas, y Simón Bocanegra, compuesta en 1857 y reelaborada en 1881.
En el segundo, con Don Carlos muestra su transformación, dando más importancia a la orquesta y evolucionando según las innovaciones de Wagner. Aída, de 1871, toma una leyenda egipcia, y es la principal obra de este período. El virrey Ismael Pachá se la encarga para inaugurar el Teatro Italiano de El Cairo, como parte de los festejos por la apertura del Canal de Suez, que data de 1869 (año en que el Presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento ordena se haga el primer Censo Nacional de población y viviendas.
En 1872 la magnífica ópera se estrena en La Scala de Milán, al poco tiempo en París y finalmente en el resto del mundo. Este es un monumento a la cultura africana burlada en 1876 por la Conferencia de Bruselas, que procede al reparto del continente entre las potencias colonialistas de la época.
La Scala de Milán
Por último, Verdi deja las obras de temática española por las tragedias de Shakespeare, como en Otello de 1887 y Falstaff de 1893. Con ellas, al usar el leit motiv wagneriano a suo modo, consolida definitivamente el drama musical italiano.
Las obras de Verdi son para el público en general, que las aprecia, las canta, las tararea, las silba y hasta las baila. Por eso, a sus producciones se las considera en París, vulgares, "Arte de la esquina", en oposición a la gran ópera de Rossini, su preferida.
Joaquín Rossini
Este compositor, con Nicolás Paganini y Santiago Puccini representan el género lírico del Pos-romanticismo italiano.
Nicolás Paganini
G. Puccini
Doña Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán, desde Galicia, representa el Realismo o Naturalismo en las Letras españolas.
La Sirena negra muestra a un protagonista enamorado de la muerte.
Textos
La sirena negra
Emilia Pardo Bazán
En la esquina de la Red de San Luis y el de Gracia, me separé del grupo que venía conmigo desde el teatro de Apolo, donde acabábamos de asistir a un estreno afortunado. Si hablase en alta voz, hubiese dicho «grupo de amigos», pero, para mi sayo, ¿qué necesidad tengo de edulcorar la infusión? Espero no poseer amigo ninguno; no tanto por culpa de los que pudieran serlo, cuanto por la mía. Si alguna vez me he dejado llevar del deseo de comunicación, de expansión, de registrarme el alma y enseñar un poco de su oscuro contenido a la media hora de hacerlo estaba corrido y pesaroso, según estaría un sacerdote hebreo que hubiese permitido a un profano tocar al arca de alianza.
Por lo mismo, me guardé de terciar en la polémica que armaron sobre «la idea» de la obra. La tal idea es ya para mí una persona de toda confianza: por sexta vez en este invierno la aprovecha un autor. Según los recitados, cantares y diálogos de la zarzuelilla, la vida es buena, la alegría es santa y los que no andan por ahí chorreando satisfacción son unos porros. No sé por qué (acaso por efecto de la discusión trabada entre los del grupo, y que me golpeó en el cerebro con redoble de martillazos secos y ligeros sobre una placa sonora), la cuestión, en aquel momento, me preocupaba. Ningún problema, para el que vive, revestirá mayor interés que este de la calidad de la vida.
Y, aunque preocupado, mediante la facultad de desdoblamiento que poseemos los meditativos sensuales, no dejaba yo de notar una serie de insignificantes circunstancias. Bajo mis pisadas, la acera resonaba metálicamente. La noche era límpida; el frío, puñalero; y al abrigo del tapabocas de malla de seda, mi respiración se liquidaba en gotitas glaciales, humedeciendo la barba. Se me ocurrió tomar un coche; después opté por seguir andando. El frío duro me activaba el pensar, y en aquel mismo instante decidí plantearme yo el problema, aprovechando todas las ocasiones de caminar hacia su resolución, no en beneficio del género humano, sino para mi gobierno tan sólo. El «género humano» es el vocablo más vacío de sentido; no hay humanidad, hay hombres. Si algo se afirma del género humano, los hombres se encargan de desmentir al punto la afirmación. Rumiando estas afirmaciones, saqué el pañuelo y sequé las esférulas que me aljofaraban la barba, impregnada de brillantina olorosa.
Al entrar en la calle de Jacometrezo, interrumpió mis cavilaciones una criatura de mantón gris, de ojeras carbonadas. ¿Qué opinará del vivir esta mujer, a quien rechazo con fastidio como a una mosca? No necesito preguntar: si hay algo previsto, conocido, de psicología rudimentaria, es el poso del ánimo de estas galantes callejeras. Las llaman de la vida, por antonomasia, y, a más, de la vida alegre. Para olvidar un instante lo alegre de su vida, fuman, gritan, riñen, se embeodan, insultan -y su ideal, su dorado sueño, es acostarse temprano y dormir a pierna suelta.
Cien pasos más allá, el sereno se inclina sobre un hombre espatarrado en el suelo. A mi ademán auxiliador y a mi pregunta, el vigilante responde solícito para mí y compasivamente desdeñoso para el caído. «Nada, lo diario: un borracho que todas las noches se tumba exactamente en esa rinconada misma... Nunca llega a su casa, que dista dos pasos... Y es lástima de él: un carpintero, perito en su oficio, con cinco chiquillos que caben debajo de una cesta...»
Cuando le enderezamos, algo líquido, viscoso, resbaló por mi mano, que sacudí con repugnancia. Era sangre. «Está herido», advertí al sereno; y le llevamos con mayores precauciones a su morada, edificio angosto y caduco, de esos que abundan en las vías más céntricas del Madrid viejo. Salió la esposa, abotagada de sueño, desgreñada: vio la rotura de la cabeza de su marido, y maldijo y se desdichó: «¡Gaste usted ahora en médicos y botica!» Al oír los consuelos negativos del sereno -en vez de un herido, pudiéramos traer un difunto, si el filo de la acera le coge de otro modo- renegó la comadre: «A un difunto no le duele ná. Él dice siempre que los pobres nunca estamos mejor que difuntos...»
Dejé un duro para botica y pedí un poco de agua para lavarme la mano maculada. Me sacaron de la trastienda una palangana tan negruzca, que opté por taponarme sencillamente con mi pañuelo. Me alejé, sintiendo un escozor irritado, un enojo sordo. La noche no me ofrecía sino impresiones «de color sombrío», como las palabras leídas por el Dante sobre el dintel de la puerta del infierno. Sin embargo, de análogas impresiones se sacan obrillas aplaudidas, donde el vicio y la borrachera son temas regocijados. Debe de consistir la sabiduría en mirar todas las cosas desde un punto de vista gayo y saltarín; de seguro yo no sé colocarme en él: peor para mí, ¡qué demonio!
Todavía me dirigí otro reproche. Aunque no creo en la humanidad, concepto hueco, palabra de meeting, un instinto de estética moral me induce a mostrarme piadoso con los desgraciados y los insignificantes, cuando me los encuentro al paso. Me pesaba de no haberme quedado velando al carpintero, de no haber buscado para él un médico y remedios y hasta de no haberle dado consejos sobre la mala costumbre del alcohol. ¿Causas de mi abstención? Dos, que voy a declarar. La primera, una especie de pudor vergonzoso de practicar eso que se llama el bien, la beneficencia, y que no comprendo en relativo, sino en absoluto -dedicando a ello la existencia toda-. El hacer algo caritativo acarrea el que se apeguen a uno caninamente, o siquiera el que le den a uno gracias y le ensalcen por su bondad, otras tantas mentiras, pues privarse de lo que nos sobra, ¿qué bondad revela? La segunda, un miedo a la acción, que no puedo (ni quiero) vencer. La acción es enemiga de los ensueños y reflexiones, en que encuentro atractivo singular. Ni hay acción tan noble como una idea: pensar lo que estoy pensando, vale más que correr a casa de Alejandro San Martín y traerle a la cabecera de un beodo que batió contra una piedra saliente. ¡Pss! Allá él. Zurrapa más, zurrapa menos en la barrica...
Encogiéndome de hombros, sigo -sin prisa- hacia mi casa. En la plazuela trabajan, a estas altas horas, obreros del alcantarillado y del Canal. Según parece, su labor no puede interrumpirse. Un arroyo de agua helada corre bajo sus pies. Para no quedarse hechos unos carámbanos, han encendido un brasero, al cual por turno se arriman, resoplando y estirando las manos engarrotadas. Para impedir que los transeúntes sufran percances, han colgado un farolito avisador sobre los adoquines arrancados y apilados. Antes que dedicarse a tal labor, ¿no preferiría yo... otra cosa? ¿Será que ellos también, como las coristas que desafinaban hace una hora en Apolo, entienden que la vida es
muy rica y buena,
prenda divina
de encantos llena?...
Así y todo
Emilia Pardo Bazán
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Monumento a Emilia Pardo Bazán en La Coruña, España
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