martes, 26 de febrero de 2013


El arte de la esquina
Boletín mensual Nº 67 - Año VI
Febrero de 2013



Ópera Aida


SUMARIO

La Estética del Pos-romanticismo (Tercera Parte)
Emilia Pardo Bazán





Estética del Pos-romanticismo (3ª parte)
Lic. Alicia Grela Vázquez

El siglo XIX en la segunda mitad alcanza su madurez, debatiéndose entre lo sagrado y lo profano, el ayer y el hoy. Estas oposiciones atraviesan toda la cultura. En la Música Ricardo Wagner y Giuseppe Verdi, contemporáneos, son los símbolos de esta lucha.


Ricardo Wagner 



 Giuseppe Verdi



El primero combina melodías cargadas ideológicamente, pletóricas de contenido literario germánico. El segundo, fiel a la tradición itálica, prefiere las melodías que fluyen con naturalidad y sustentan hermosos fragmentos vocales sobre variados temas.

Se le reconocen tres períodos en su producción operística: el primero con obras de relativo valor en que abandona los viejos cánones y logra mayor unidad entre la Música y el drama.

La última mitad del siglo XIX la comienza con la producción del Rigoletto, de 1851. Il Trovatore toma una leyenda hispánica y La Traviata la novela de Alejandro Dumas hijo: La dama de las camelias, que estrena en 1853, cuando en Argentina se sanciona la Constitución Nacional.










Un ballo in maschera es de 1859. Tres años más tarde retoma las raíces españolas en La forza del destino, basándose en la obra del duque de Rivas, y Simón Bocanegra, compuesta en 1857 y reelaborada en 1881.






En el segundo, con Don Carlos muestra su transformación, dando más importancia a la orquesta y evolucionando según las innovaciones de Wagner. Aída, de 1871, toma una leyenda egipcia, y es la principal obra de este período. El virrey Ismael Pachá se la encarga para inaugurar el Teatro Italiano de El Cairo, como parte de los festejos por la apertura del Canal de Suez, que data de 1869 (año en que el Presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento ordena se haga el primer Censo Nacional de población y viviendas.






En 1872 la magnífica ópera se estrena en La Scala de Milán, al poco tiempo en París y finalmente en el resto del mundo. Este es un monumento a la cultura africana burlada en 1876 por la Conferencia de Bruselas, que procede al reparto del continente entre las potencias colonialistas de la época.



La Scala de Milán


Por último, Verdi deja las obras de temática española por las tragedias de Shakespeare, como en Otello de 1887 y Falstaff de 1893. Con ellas,  al usar el leit motiv wagneriano a suo modo, consolida definitivamente el drama musical italiano.











Las obras de Verdi son para el público en general, que las aprecia, las canta, las tararea, las silba y hasta las baila. Por eso, a sus producciones se las considera en París, vulgares, "Arte de la esquina", en oposición a la gran ópera de Rossini, su preferida.



Joaquín Rossini






Este compositor, con Nicolás Paganini y Santiago Puccini representan el género lírico del Pos-romanticismo italiano.


Nicolás Paganini







G. Puccini








Doña Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán, desde Galicia, representa el Realismo o Naturalismo en las Letras españolas.

La Sirena negra muestra a un protagonista enamorado de la muerte.


Textos





La sirena negra
Emilia Pardo Bazán



En la esquina de la Red de San Luis y el de Gracia, me separé del grupo que venía conmigo desde el teatro de Apolo, donde acabábamos de asistir a un estreno afortunado. Si hablase en alta voz, hubiese dicho «grupo de amigos», pero, para mi sayo, ¿qué necesidad tengo de edulcorar la infusión? Espero no poseer amigo ninguno; no tanto por culpa de los que pudieran serlo, cuanto por la mía. Si alguna vez me he dejado llevar del deseo de comunicación, de expansión, de registrarme el alma y enseñar un poco de su oscuro contenido a la media hora de hacerlo estaba corrido y pesaroso, según estaría un sacerdote hebreo que hubiese permitido a un profano tocar al arca de alianza.
Por lo mismo, me guardé de terciar en la polémica que armaron sobre «la idea» de la obra. La tal idea es ya para mí una persona de toda confianza: por sexta vez en este invierno la aprovecha un autor. Según los recitados, cantares y diálogos de la zarzuelilla, la vida es buena, la alegría es santa y los que no andan por ahí chorreando satisfacción son unos porros. No sé por qué (acaso por efecto de la discusión trabada entre los del grupo, y que me golpeó en el cerebro con redoble de martillazos secos y ligeros sobre una placa sonora), la cuestión, en aquel momento, me preocupaba. Ningún problema, para el que vive, revestirá mayor interés que este de la calidad de la vida.
Y, aunque preocupado, mediante la facultad de desdoblamiento que poseemos los meditativos sensuales, no dejaba yo de notar una serie de insignificantes circunstancias. Bajo mis pisadas, la acera resonaba metálicamente. La noche era límpida; el frío, puñalero; y al abrigo del tapabocas de malla de seda, mi respiración se liquidaba en gotitas glaciales, humedeciendo la barba. Se me ocurrió tomar un coche; después opté por seguir andando. El frío duro me activaba el pensar, y en aquel mismo instante decidí plantearme yo el problema, aprovechando todas las ocasiones de caminar hacia su resolución, no en beneficio del género humano, sino para mi gobierno tan sólo. El «género humano» es el vocablo más vacío de sentido; no hay humanidad, hay hombres. Si algo se afirma del género humano, los hombres se encargan de desmentir al punto la afirmación. Rumiando estas afirmaciones, saqué el pañuelo y sequé las esférulas que me aljofaraban la barba, impregnada de brillantina olorosa.
Al entrar en la calle de Jacometrezo, interrumpió mis cavilaciones una criatura de mantón gris, de ojeras carbonadas. ¿Qué opinará del vivir esta mujer, a quien rechazo con fastidio como a una mosca? No necesito preguntar: si hay algo previsto, conocido, de psicología rudimentaria, es el poso del ánimo de estas galantes callejeras. Las llaman de la vida, por antonomasia, y, a más, de la vida alegre. Para olvidar un instante lo alegre de su vida, fuman, gritan, riñen, se embeodan, insultan -y su ideal, su dorado sueño, es acostarse temprano y dormir a pierna suelta.
Cien pasos más allá, el sereno se inclina sobre un hombre espatarrado en el suelo. A mi ademán auxiliador y a mi pregunta, el vigilante responde solícito para mí y compasivamente desdeñoso para el caído. «Nada, lo diario: un borracho que todas las noches se tumba exactamente en esa rinconada misma... Nunca llega a su casa, que dista dos pasos... Y es lástima de él: un carpintero, perito en su oficio, con cinco chiquillos que caben debajo de una cesta...»
Cuando le enderezamos, algo líquido, viscoso, resbaló por mi mano, que sacudí con repugnancia. Era sangre. «Está herido», advertí al sereno; y le llevamos con mayores precauciones a su morada, edificio angosto y caduco, de esos que abundan en las vías más céntricas del Madrid viejo. Salió la esposa, abotagada de sueño, desgreñada: vio la rotura de la cabeza de su marido, y maldijo y se desdichó: «¡Gaste usted ahora en médicos y botica!» Al oír los consuelos negativos del sereno -en vez de un herido, pudiéramos traer un difunto, si el filo de la acera le coge de otro modo- renegó la comadre: «A un difunto no le duele ná. Él dice siempre que los pobres nunca estamos mejor que difuntos...»
Dejé un duro para botica y pedí un poco de agua para lavarme la mano maculada. Me sacaron de la trastienda una palangana tan negruzca, que opté por taponarme sencillamente con mi pañuelo. Me alejé, sintiendo un escozor irritado, un enojo sordo. La noche no me ofrecía sino impresiones «de color sombrío», como las palabras leídas por el Dante sobre el dintel de la puerta del infierno. Sin embargo, de análogas impresiones se sacan obrillas aplaudidas, donde el vicio y la borrachera son temas regocijados. Debe de consistir la sabiduría en mirar todas las cosas desde un punto de vista gayo y saltarín; de seguro yo no sé colocarme en él: peor para mí, ¡qué demonio!
Todavía me dirigí otro reproche. Aunque no creo en la humanidad, concepto hueco, palabra de meeting, un instinto de estética moral me induce a mostrarme piadoso con los desgraciados y los insignificantes, cuando me los encuentro al paso. Me pesaba de no haberme quedado velando al carpintero, de no haber buscado para él un médico y remedios y hasta de no haberle dado consejos sobre la mala costumbre del alcohol. ¿Causas de mi abstención? Dos, que voy a declarar. La primera, una especie de pudor vergonzoso de practicar eso que se llama el bien, la beneficencia, y que no comprendo en relativo, sino en absoluto -dedicando a ello la existencia toda-. El hacer algo caritativo acarrea el que se apeguen a uno caninamente, o siquiera el que le den a uno gracias y le ensalcen por su bondad, otras tantas mentiras, pues privarse de lo que nos sobra, ¿qué bondad revela? La segunda, un miedo a la acción, que no puedo (ni quiero) vencer. La acción es enemiga de los ensueños y reflexiones, en que encuentro atractivo singular. Ni hay acción tan noble como una idea: pensar lo que estoy pensando, vale más que correr a casa de Alejandro San Martín y traerle a la cabecera de un beodo que batió contra una piedra saliente. ¡Pss! Allá él. Zurrapa más, zurrapa menos en la barrica...
Encogiéndome de hombros, sigo -sin prisa- hacia mi casa. En la plazuela trabajan, a estas altas horas, obreros del alcantarillado y del Canal. Según parece, su labor no puede interrumpirse. Un arroyo de agua helada corre bajo sus pies. Para no quedarse hechos unos carámbanos, han encendido un brasero, al cual por turno se arriman, resoplando y estirando las manos engarrotadas. Para impedir que los transeúntes sufran percances, han colgado un farolito avisador sobre los adoquines arrancados y apilados. Antes que dedicarse a tal labor, ¿no preferiría yo... otra cosa? ¿Será que ellos también, como las coristas que desafinaban hace una hora en Apolo, entienden que la vida es

muy rica y buena,
prenda divina
de encantos llena?...




Así y todo
Emilia Pardo Bazán

-La sanción penal para la mujer -dijo en voz incisiva Carmona, aficionado a referir casos de esos que dan escalofríos- es no encontrar hombre dispuesto a ofrecerle mano de esposo. Una imperceptible sombra, un pecadillo de coquetería o de ligereza, cualquier genialidad, la más leve impremeditación, bastan para empañar el buen nombre de una doncella, que podrá ser honestísima, pero que, cargada con el sambenito, ya se queda soltera hasta la consumación de los siglos, sin remedio humano. Sucediendo así, ¿cómo se explica que infinitas mujeres notoriamente infames y con razón difamadas, si cien veces enviudan, otras ciento hallan quien las lleve al altar? Para probarles este curioso fenómeno, les contaré un suceso presenciado allá en mis mocedades, que me produjo impresión tan indeleble, que jamás en toda mi vida me ocurrió la idea de casarme. Sí; por culpa de aquella historia moriré soltero, y no me pesa, bien lo sabe Dios.
El lance pasó en M***, donde estaba de guarnición uno de los regimientos más lúcidos del Ejército español, que por su arrojo y decisión en atacar había merecido el glorioso sobrenombre de el adelantado. Era yo entrañable amigo del teniente Ramiro Quesada, mozo de arrogante figura y ardorosa cabeza, uno de esos atolondrados simpáticos, a quienes queremos como se quiere a los niños. No salía Ramiro sin mí; juntos íbamos al teatro, a los saraos, a las juergas -que ya existían entonces, aunque las llamásemos de otro modo-; juntos dábamos largos paseos a caballo, y juntos hacíamos corvetear a nuestras monturas ante las floridas rejas. Nos confiábamos nuestros amoríos, nuestros apurillos de dinero, nuestras ganancias al juego, nuestros sueños y nuestras esperanzas de los veinticinco años. No éramos él ni yo precisamente unos anacoretas, pero tampoco unos perdidos; muchachos alegres, y nada más.
De repente noté que Ramiro se volvía huraño, y retrayéndose de mi trato y compañía se daba a andar solo, como si tuviese algo que le importase encubrir. Vano intento, porque en M*** no caben tapujos. Poco tardamos en averiguar la razón del cambio de carácter del teniente. La clave del enigma no era sino la esposa del capitán Ortiz, una de esas hembras que no calificaré de muy hermosa, pero peores que si lo fuesen: morena, menuda, salerosa al andar, descolorida, de ojos que parecían candelas del infierno y una cintura redonda de las que se pueden rodear con una liga. Ortiz, al parecer (y con motivo, pero sin fruto) era extremadamente celoso, y Ramiro, para avistarse con su tormento, necesitaba emplear ardides de prisionero o de salvaje. El día en que se le frustraba una cita o se le malograba furtivo coloquio en la reja que abría sobre una callejuela oscura y solitaria, estaba el pobre muchacho como demente; ni contestaba si le hablábamos. Aunque yo no alardease de moralista, ni tuviese autoridad para aconsejar, y menos en tales materias, declaro que las relaciones ilícitas de mi amigo me desazonaban mucho, y un presentimiento -lo llamo así porque no sé cómo definir el disgusto y la inquietud que sentía- me anunciaba que algo grave, algo penoso debía acarrearle a Ramiro aquellos malos pasos. Con todo, lejos estaba -a mil leguas- de suponer la tragedia que aconteció.
Cierta mañana esparcióse por M*** la nueva de que el capitán Ortiz había sido encontrado muerto, con un balazo en el pecho y otro en la cabeza, casi a las puertas de su domicilio, cerca de la esquina donde se abría la callejuela lóbrega. En los primeros momentos no me asaltó la terrible sospecha; creía a Ramiro noble y leal, y sólo cuando el rumor público le señaló, comprendí que únicamente él, poseído del demonio, podía haber realizado la obra de tinieblas...
A las pocas horas de descubrirse el cadáver, Ramiro fue preso. Reunióse el Consejo de guerra, y la causa marchó con la fulminante rapidez que caracteriza a la Justicia militar, estimulada por la voluntad expresa del capitán general, que deseaba se cumpliesen a rajatabla las prescripciones legales y se enterrasen a la vez a la víctima y al asesino. Al pronto Ramiro intentó negar; pero dos o tres frases de indignación del fiscal provocaron en él un arranque de altiva franqueza, y confesó de plano que a traición había disparado dos pistoletazos, la noche anterior, al capitán Ortiz. En cuanto a los móviles del crimen, juró y perjuró que no eran otros sino ofensas de jefe a subalterno, rencores por cuestiones de servicio. Llamada a declarar la esposa de Ortiz, compareció de negro, impávida, y aseguró que apenas conocía al asesino de vista. Este, sin pestañear, confirmó la declaración de la señora; y hallándose el reo convicto y confeso, y no habiendo tiempo ni necesidad de más averiguaciones, se pronunció la sentencia de muerte, y Ramiro entró en capilla a las tres de la tarde, para ser arcabuceado al rayar el siguiente día, a las treinta horas del crimen...
No necesito decir que en la capilla me constituí al lado de mi amigo, que demostraba estoica entereza. Sabiendo cuánto alivia una confidencia, un desahogo, le dirigí preguntas afectuosas, llenas de interés; pero el reo se encerró en un silencio sombrío y noté que tenía los ojos tenazmente fijos en la puerta de la capilla, como en espera de que diese paso a alguien... ¡Lo que esperaba él sin ventura -no necesité para adivinarlo gran perspicacia era la llegada de la mujer por quien iba a beber el amargo trago! Sin duda que ella no podía faltar; no podía negarle el supremo consuelo de la despedida, sin duda, el sordo ruido de pasos que resonaba en la antecámara era el de los suyos, que hacían vacilantes el miedo y el dolor... Pero corrió la tarde, empezaron a transcurrir lentas y solemnes las horas de la última noche, y la esperanza abandonó al sentenciado. El sacerdote que le exhortaba y había de absolverle y darle la sagrada Comunión antes que el sol asomase en el horizonte se retiró un momento a descansar, y sólo yo con Ramiro, comprendí que por fin se abrían sus lívidos labios.
-Hace un momento sentía que «ella» no viniese -murmuró, cogiéndome las manos entre las suyas abrasadoras-; ahora me alegro. Ya que me cuesta la vida, que no me cueste también el alma. ¿Que cómo hice la atrocidad, el cobarde asesinato de Ortiz? Mira, casi no lo sé. Me parece que quien cometió esa acción villana no fue Ramiro Quesada, sino otra persona, un hombre distinto de mí, que se me entró en el cuerpo. ¿Te acuerdas de lo alegre de lo franco que era yo? Desde que me acerqué a... esa mujer.... me volví otro. Estaba embrujado... Su marido, a quien ofendíamos, me parecía mi enemigo personal, el obstáculo a nuestra felicidad; le odiaba.... creo que más de lo que la amaba a ella. Así que ella lo notó..., ¡guárdame siempre el secreto!, ¡no lo digas ni a tu madre!, empezó a insinuarme, con medias palabras, la posibilidad del crimen. No hablábamos claro de ese asunto, pero nos entendíamos perfectamente; formábamos planes de retirarnos al campo después, y hasta (mira qué detalle) ella se compró un traje negro nuevo, diciendo que «eso siempre sirve». Como un tornillo se fijó en mi cerebro el propósito del crimen. Y así que ella me vio resuelto, se franqueó, me exaltó más, me ofreció que compartiría mi destino, fuese el que fuese...
Aquí se detuvo Ramiro, y vi que se alteraba más profundamente su rostro. Con voz húmeda, murmuró:
-Yo no quería tanto... ¡Compartir mi destino! Ya ves que ante el Consejo he logrado salvarla... Prefiero morir solo... Pero verla aquí, un momento.... antes de... Al fin, si fui asesino, lo fui por ella, sólo por ella... ¡Maldita sea mi suerte! Si no conozco a esa mujer, soy siempre honrado, y tal vez me matan defendiendo a la Patria. ¡El sino del hombre!
............................................................
-¿Y le fusilaron? -preguntamos ansiosos.
-¡Pues no! Según deseaba el general, a un tiempo se cavó la hoya del marido y la del amante. Yo, después del horrible día, me marche de M*** donde me consumía el tedio. Al volver, pasados cinco años, tuve curiosidad de saber qué había sido de la esposa del capitán Ortiz..., y aquí de lo que decíamos; supe que vivía tranquila, casada en segundas nupcias con un acaudalado caballero. Sin embargo, en M*** era pública la causa del triste fin de Ramiro...
Acabó así su relato Carmona, y vimos que inclinaba la cabeza, abrumado por memorias crueles. 



Monumento a Emilia Pardo Bazán en La Coruña, España